26/10/2023
 Actualizado a 26/10/2023
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Aun recuerdo cuando Castilla y León era tierra de pactos. Añoro lo que entonces nos parecía gris. Pero no sabemos lo que tenemos hasta que lo perdemos, diría cualquier tía lejana para llenar el silencio de tanatorio. El debate político autonómico solía estar tan alejado del lodazal nacional que aquí eran posibles pactos entre todas las fuerzas políticas que resultaban impensables en el Congreso de los Diputados. Llegamos a creer que esa voluntad de diálogo era algo natural en una tierra cargada de siglos y con la responsabilidad de haber protagonizado la Historia. Un factor ambiental que generaba un microclima de sensatez del que hasta los propios castellanos y leoneses se olvidaban al cruzar el túnel de Guadarrama cuando eran nombrados presidentes o ministros igual que los andaluces ven contaminado su acento una vez que se instalan más allá de Despeñaperros. 

La política de Castilla y León era permeable a los acuerdos por el bien común. Se sucedían las posiciones de comunidad que salían desde nuestras instituciones y llegaban rubricadas a los ministerios madrileños y a Bruselas como una lejana voz rotunda. Hicimos seña de identidad el diálogo social y hasta éramos capaces de negociar un manifiesto para el Día de Villalar a pesar del lastre ideológico que siempre arrastró la fiesta. Convencidas o no las fuerzas políticas reforzaban con una actitud constructiva el autonomismo útil y la idea de comunidad que faltaba en la calle. 

Ahora los pactos de comunidad son imposibles en negociaciones que nacen muertas en los despachos de los partidos. El presidente de la Junta convoca sin voluntad real una maniobra estética que el PSOE apuñala días antes. Los partidos provinciales acuden por si pueden rascar tajada y Podemos juega el desplante porque ya solo se escucha a sí mismo. Nadie cede porque lo único interesante es el reparto de culpas. Hubo un tiempo en que supimos pactar, y no era el carácter, porque muchos negociadores siguen siendo los mismos.

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