25/06/2023
 Actualizado a 25/06/2023
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Llevo días balanceándome sobre el presente, pasado y futuro que componen un pequeño texto. Imagino a un hombre, con un ovillo de dolor y otro de belleza rodando sobre su mesa, que consigue tirar de ambos a la vez, tejerlos juntos sin enredarlos y obtener un encaje de bolillos literario, sobre el folio blanco más negro que haya escrito. Hacen falta muchas bobinas de seda y saber usar muy bien los espacios blancos para conseguir que brillen caracteres tan negros y convertir en belleza palabras tan crueles. «Llegó la muerte sigilosamente de madrugada y con una certera puñalada se llevó al ser que más queríamos…». Así empieza la columna de Manuel Vicent titulada ‘Mientras viva’ en la que un padre se retuerce mientras el escritor que lleva dentro hace que parezca un baile.

Leo habitualmente a Vicent y me gustan sus columnas. Me gusta irme por sus ramas o que se dedique al pan y a la manzana, por ejemplo, sin buscar la rabiosa actualidad, ni lo impactante, ni provocar úlceras a nadie. Pero esta semana todo fue distinto cuando la fotografía de su columna, invadiendo las redes, aterriza ante ti como una granada de mano y lees la primera frase «Llegó la muerte sigilosamente…». El comienzo ya te atrapa, no tienes escapatoria, te la lees de un solo trago y, como era de esperar, te estalla entre las manos el desgarro de un hombre que se derrama sin pudor ante nosotros. Tras un momento de desconcierto, buscas la noticia y, conocida ya la muerte de Mauricio Vicent, regresas a la columna en la que no ves al columnista. Sólo ves el desconsuelo de un padre hablando con la muerte, con su hijo y con nosotros al mismo tiempo, volando del presente al pasado, compartiendo su duelo, pero no sus lágrimas porque dice que no bastan para enterrar a un hijo. Y mientras lo lees una y otra vez vas notando cuánto pesa cada palabra. Vas viendo la calma. Va asomando el columnista que antes no supiste ver. Es impresionante el maridaje conseguido con el desgarro de un padre, la contención de un hombre y el saber hacer del escritor, sujetando las palabras para que no se le desboquen, extendiendo el exceso de dolor en finas capas, no atraganten. Llorando en los márgenes, no vaya a hacerse borrón. Puliendo la impotencia, que se note lo menos posible y disimulando la herida con espacios blancos. Contención y desgarro a partes iguales exquisitamente mezclados. Este caso nos recuerda que las noticias no sólo son tinta. Hay humanos detrás escribiendo y es curioso que, contada la tragedia en singular, tenga más fuerza que contada por millones. A diario nos informan de miles de muertes en guerras que nos resultan demasiado lejanas y en cantidades tan inabarcables que ya ni nos paramos a pensarlas. Un escritor llorando a un hijo en una columna remueve más almas y llega más lejos que con la mayor exclusiva.

Lo primero que a uno le viene a la cabeza en ese momento es rescatar ‘Son de mar’, un libro con olor a mar, sal y naranjas, con el que Manuel Vicent ganó el Premio Alfaguara de Novela 1999. Impresiona que, al cogerlo, lo primero que lees sobre esa novela de amor, naufragios y regresos es que «Todos los muertos vuelven si los llama el amante con la fuerza necesaria». Y ahí está el Ulises de Vicent, regresando a casa tras diez años de supuesto naufragio, como una alegoría de la vida, que te sumerge día tras día en mares de los que vamos consiguiendo escapar siempre que un amante nos reclame. Después, ves un entrañable vídeo de Vicent desde su biblioteca, presumiendo de tener dos mirlos en el jardín, al alcance de la mano y una desordenada biblioteca en la que no aparece lo que buscas porque lo importante es la atmósfera, donde duermen los personajes.

Esta semana, además de releer ‘Son de mar’, tocó informarse de los proyectos en los que Mauricio estaba inmerso, sobre la música cubana más antigua, la más genuina y añeja. Como parece que andaban buscándola en viejos antros y tugurios de La Habana «donde aún se baila con paso antiguo el son que recoge el alma de la isla…», según su compañero, es fácil imaginarlo por allá y quizá, siguiendo los deseos de su padre, un día llame desde cualquier Habana donde haya una canción vieja o una canoa abandonada en una playa, porque se haya roto el tiempo… De ahí el vaivén del texto, yendo del doloroso presente en el que nos da la noticia, a un feliz pasado en el que navegan, donde Vicent parece buscar fuerza para poner rumbo a un futuro otoño en el que «se irán alejando su voz y sus risas hasta perderse en la niebla de un extraño aeropuerto donde se embarcan solo las almas y allí, ante la última aduana, le diré: Buen viaje Mauri. Llámame en cuanto llegues a la Habana».

Quizá se haya roto el tiempo y mezclado todo. Quizá ande en ese viaje al pasado, enredado entre sones con viejos trompetistas. O quizás la vida se le haya puesto a bailar una guaracha con la muerte, mientras la canoa del regreso aguarda allá afuera, entre olor a mar y naranjas. Quizá sea el Ulises que inventaste. Quizás lo tenías escrito…
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