«Aunque el norte siga siendo el mismo norte, no es lo mismo perderlo que buscarlo… Aunque parezca, no es igual el desamparo». Con Rafael Amor acabé la semana pasada y con él arranco hoy porque tratándose de cantar verdades no hay mejor escuela que sus letras.
Fue en 2022 cuando un informe de Cáritas cifraba la pobreza en Madrid en tres millones de personas, advirtiendo de su exclusión social y su dificultad para tener servicios básicos y vivienda. El entonces portavoz del Gobierno madrileño y consejero de la presidenta, declaró que él no veía esos pobres por ninguna parte. Su respuesta no hubiera sido tan sangrante de no ir acompañada con un gesto despectivo, mirando al suelo, como buscándolos allí. Y no iba tan desencaminado. Estaban en el suelo, pero no en la Castellana. Hubiera tropezado con alguno si no viajara en vuelos privados o saltando de una sala VIP a otra. Si lo hiciera mezclándose con los que aguardan pacientes en largas filas o sentados en salas de espera, los hubiera visto camuflados en la noche, formando parte del paisaje nocturno de Barajas, porque algunos dicen llevar más de cinco años durmiendo allí. Un refugio improvisado creciendo hasta superar las quinientas tristezas, que acabaron provocando serios problemas de salubridad en el aeropuerto.
Resulta paradójico que en la ciudad de lo grande y lo macro, donde cuesta ver a un ser vivo más pequeño que un toro, y menos si está tendido en el suelo, sea una plaga de chinches la que delata donde duerme la pobreza que algunos buscaban. Estaban ahí, en la puerta que nos comunica con el mundo, para vergüenza de todos. Pero lo vergonzoso no son ellos, simples supervivientes de un sistema canalla. Quien sonroja son los responsables de lo público que, de nuevo, carecen de soluciones y andan sobrados de insultos, intentando sacudirse la responsabilidad de la solapa como se sacude el polvo, gestionando una tragedia humana retirando sillas y el acceso a los enchufes, cerrando baños o insuflando aire frío, como quien quiere acabar con una plaga de topillos, o exigiéndoles tarjeta de embarque, esa que llevamos todos para dormir tendidos en el suelo. Solo cuando ellos, sabiéndose carne de telediario, amenazan con dormir fuera, bajo un techo estrellado, haciendo más público el bochorno de cara al mundo, se les permitió seguir donde estaban, mientras oímos un repertorio de listados ‘burocráticos’: indigentes, solicitantes de asilo, ya asilados, emigrantes, nacionales, maleantes… mezclando ser pobre con ser malo.
Y así descubren que más de la mitad están empadronados en Madrid y un 38% son trabajadores, con sueldos que no dan ni para una habitación compartida. Estaban intentando clasificarlos y no se les ocurrió que pertenecen todos a una misma lista: la pobreza. Personas durmiendo sobre cartones, compartiendo suelo y bocadillo, llegados de diferentes fracasos.
Metáfora del mundo en ebullición, bajo el techo de un aeropuerto. Miles de personas que llegan, que marchan, que esperan. Unos en salas VIP con todo tipo de lujos y comodidades. Otros formando interminables colas de espera. Detectores, puertas de embarque y desembarque, maletas escaneadas en busca de una aguja o un frasquito de colonia que pueda reventar el mundo. Pero nadie ve las chinches en asientos y mostradores, ni los cartones y mantas que son cocina y alcoba, hogar y cama, donde tender el cansancio cada noche. Islas itinerantes limitando por todas partes con un suelo, que es mármol de carrara para quien no tiene suelo propio donde apoyar el sueño.
Y en esa amalgama de situaciones contrapuestas, vemos maletas perfectamente clasificadas, sabiendo su origen y destino, con más gente pendiente de ellas que de las sombras acostadas, sin nombre, ni origen, ni destino conocido, como los bultos acumulados en la sala de objetos perdidos, que nadie reclama porque si un día tuvieron dueño, se olvidó de ellos. Están anclados, con la vida pasando por delante. Importa el peso y medida del equipaje y el tamaño del champú, pero no preocupa qué peso lleva en el alma la mujer tendida junto a la máquina de café, sobre un abrigo rojo, con una toalla enrollada, como almohada. Detectan el cepillo del pelo con púas metálicas de un bolso, causando el mismo recelo que un arma de destrucción masiva, pero nadie detectó a casi quinientas personas durmiendo en el suelo desde hace seis meses. Cómo puede asustar tanto el contenido de un bolso y no asuste un humano tendido a ras de suelo, sin preguntarle qué arma lleva dentro, que tanto daño le hizo. Adónde iba cuando vivía de pie, el norte daba al Norte y su vida no cabía en un carrito, hasta acabar echando amarras en un cartón y una manta. Y cómo es posible, descubierto el problema, que la primera medida no haya sido ayudarles a levantarse y con las caras a la misma altura, ver qué necesidades flotan en sus ojos. Quizá hubiera sido más digno tenderles esa mano desde el principio porque, «aunque el norte siga siendo el mismo norte, no es lo mismo perderlo que buscarlo».