El otoño llega con su particular melancolía, la luz se vuelve más suave, las hojas caen y el aire fresco parece invitar al recogimiento. En medio de este paisaje, la soledad adquiere un matiz distinto. No es la ausencia dolorosa de compañía sino un silencio que acompaña, un espacio para reencontrarse con uno mismo.
Las calles arboladas, tapizadas de ocres y dorados, recuerdan que todo ciclo implica desprenderse de algo o de alguien. La soledad otoñal se asemeja a esa rancia liberalidad que nos invita a dejar atrás lo que pesa y a quedarnos con lo esencial. Mientras que el crujido de las hojas bajo los pies sustituye el bullicio del verano, y en ese cambio se abre la posibilidad de escuchar la voz interior tantas veces ahogada por el ruido cotidiano.
No se trata de huir de los otros, no, sino de hallar el equilibrio humanizado entre el afuera y el adentro. El otoño nos enseña que el retiro no es vacío, sino preparación. Igual que el árbol desnudo guarda en su raíz la promesa de nuevos brotes, la soledad otoñal puede ser fértil si la abrazamos con calma. En ella germinan ideas, memorias y sueños que de nuevo florecerán cuando el invierno pase.
Así, la estación de los colores marchitos nos recuerda que estar a solas también es estar acompañado por la propia voz, por la madre naturaleza que cambia, por la certeza de que todo ciclo es transitorio. La soledad en otoño no es abandono sino pausa, es un regalo silencioso que nos invita a aprender el arte de estar con nosotros mismos.
Podríamos recordar también la soledad iluminadora, un concepto central en el pensamiento de don Miguel de Unamuno, especialmente en su ensayo ‘Soledad’ (1905), donde la considera un espacio fundamental para la autenticidad y la reflexión individual, ya que permite al ser humano conectarse consigo mismo y con la realidad más allá de las falsedades y fronteras sociales. Salud.