Me pilla esta columna sobre un largo puente sin petril, que permite sentarse entre ayer y mañana, con las piernas colgando, observando pasar el agua. Un puente sostenido por dos columnas que le dan diferente nombre, según las preferencias de cada uno. El de la Constitución o el de la Inmaculada.
Cavilando sobre una y otra, se me antoja más atractiva y me salen mejor las cuentas con la historia de la Inmaculada que, por celebrarse el 8 de septiembre el nacimiento de la Virgen, se deduce que retrocediendo nueve meses, mañana será concebida. El único misterio de este asunto es a quién se le pudo ocurrir tal cosa y anduvo en estas cábalas. Y no podía faltar la versión bélica de esta celebración que, por desgracia, no hay fecha que se precie sin guerra que recordar. La de mañana habla del milagro de Empel, cuando el ejército español estaba en auténticos apuros en la Guerra de los 80 años, concretamente en la batalla del Monte Empel. Como solía ocurrir en otros tiempos, un soldado cavando una trinchera, encontró una tabla con la imagen de la Inmaculada. Aquel ejército a punto de claudicar, improvisó un altar y pasó la noche rezando a la imagen. Por la mañana el río Mosa se había congelado, el batallón atrapado pudo huir sobre el hielo, atacar por sorpresa al enemigo y obtener una victoria impensable. Ese es el relato que tengo a mi espalda, el que pasará bajo el puente mañana, pero que ya conocemos por el hecho de ser historia.
Ayer lo que vi pasar fue a esa mujer tan enigmática como respetada, a la que rendimos culto sin conocerla a fondo, llamada Constitución. Nació el 6 de diciembre de 1978, de un referéndum en el que el pueblo español le dio la bienvenida por mayoría aplastante, pero había sido concebida en un largo consenso entre fuerzas políticas de un lado y otro, tejiendo el ajuar de la dama mano a mano, entre cesiones de unos y otros y acuerdos de ambos lados. Así se nos presentó a la novia, bellísima, como un hada buena con una varita mágica y un vestido de mil capas de gasa, formado por títulos, artículos, disposiciones…
Un ropaje tan excesivo y farragoso que a los profanos nos resulta un poco difícil desnudarla para dar con nuestros derechos, deberes y libertades, acostumbrados a esa madre sencilla de mandil a cuadros, asegurando que nada malo va a ocurrirte porque ella conoce trucos para que siempre tengas cama, techo y un desayuno caliente. Después tendrás una escuela, un cuaderno y un maestro. Por si se tuercen las cosas, también te garantiza un médico. Y si saliste espabilado estudiarás una carrera, tendrás universidad y otro techo y otra cama y otra mesa y otro vaso de leche caliente, para que tú hagas lo mismo con tus hijos y la vida ruede. Trabajo y vivienda dignos. Educación y sanidad públicos. Derechos humanos garantizados.
Básicamente, así era el cuento que nos contaron y hasta vimos cómo llegó a materializarse. Es incuestionable la importancia de la Carta Magna elaborada puntada a puntada, letra a letra, para apaciguar aquella España tan herida, consiguiendo un tejido de buenas intenciones, cuya lectura, saltándote los tediosos números, es tan apacible como tomar una infusión caliente o cubrirte con una mantita cuando andas destemplado. Suena a música lo de la protección de la salud, debiendo los poderes públicos «organizar y tutelar la salud pública a través de medidas preventivas y de los servicios necesarios». Casi sientes el calor de esa «vivienda digna y adecuada» que te garantiza, pagada con ese «trabajo digno con una remuneración suficiente para vivir dignamente» mientras el chaval empieza la carrera, atribuyendo a los poderes públicos «la obligación de promover las condiciones necesarias y establecer las normas pertinentes para hacerlo efectivo». Estás en ese punto en que el sopor casi vence a la lectura por toda la retahíla que conlleva cada derecho, acabando todos en el mismo punto, en los poderes públicos.
Ayer, vi pasar la Constitución por debajo del puente y perderse río abajo, igual de abstracta que siempre, igual de misteriosa e inaccesible, con la varita mágica en alto pero las gasas del vestido hechas jirones. Aunque Madrid quedaba lejos, oía a los universitarios en las calles porque dieciséis universidades no tienen ni para reparar goteras y sus cuotas ya son impagables para muchos. También desde allí llegaba el grito de los pacientes y su enfado por falta de servicios en la sanidad pública, mientras se entregan sus impuestos a empresas privadas. Y se oye a los que no pueden acceder a una vivienda porque un alquiler es superior a su sueldo. Quizá haya que darle un repaso al vestido de la novia, que se le han abierto las costuras, sobre todo por esas partes en que poderes públicos entregados al capital sin pudor alguno, acaban violando derechos que la Constitución nos garantiza.
Me quedo aquí hasta mañana, esperando que la Inmaculada convierta el rio Mosa en hielo, salvando a los españoles. Su historia me resulta más entrañable y creíble. Y ella, menos enigmática.