04/05/2025
 Actualizado a 04/05/2025
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Es axiomático que los sistemas políticos, llamémosles “colectivistas” (socialismo, comunismo, anarquismo) sitúen lo económico en primer plano, cuando no en un plano exclusivo de las relaciones humanas. Sin embargo, no es de creer, a carta cabal, que la cuestión social sea meramente obrera o de producción y consumo de la riqueza, ni que el progreso radique estrictamente en la conciencia de clase, ni que los grupos se unan sólo por intereses materiales, ni que en todas partes y a todas horas, todos los hombres pongan y hayan puesto el interés económico por encima de todos los demás, o que se hayan movido por aquél, aun inconscientemente. No todo en el hombre se resuelve únicamente en un estómago tranquilo, también juega su papel el alimento espiritual. Sin necesidad de excursiones históricas, tenemos a la vista algunos ejemplos contrarios de gran volumen: la pacífica revolución hindú comandada por Gandhi encaminada a la dignificación espiritual de la raza; el ímpetu religioso yihadista que hace del crimen santidad; la potencia del amor, del odio, de la vanidad, etc. etc.

Es también odiosa la lucha de clases, con su consiguiente corolario de la dictadura del proletariado. La lucha de clases constituye una dramática realidad que la civilización ha creado, cuando menos, destacado; mas no es un postulado inexcusable de la vida de relación humana que haya de acabar necesariamente aplastando una clase a la otra. No es la vida tan sencilla. Ante todo, porque no hay solamente dos clases: la patronal y la obrera, la explotadora y la explotada. ¿Qué lugar ocuparán en tan simple distribución de papeles los científicos, los técnicos, los hombres de profesiones liberales que ejercen funciones culminantes de la vida económica y que no encajan propiamente en ninguna de aquellas categorías? ¿Y dónde se clasificará a los hombres desinteresados de la lucha, como los artistas, los eruditos, los investigadores, etc.? El abogado, el médico, el arquitecto que sirven al público, asistidos de un personal subalterno, ¿en cuál de los dos grupos quedarán justamente clasificados? 

En las ideas, como en la Naturaleza, nada destruye a nada. Todo es evolución, transformación, mutación, modificación, forma nueva, cambio, revivificación. Así la burguesía podrá ser absorbida por el proletariado, pero no destruida por la dictadura del proletariado. 

Otro dogma característico de las escuelas colectivistas es la abolición de la propiedad privada. Tampoco en esto el colectivismo resulta convincente, pues es evidente, muy al revés, que todo el proceso de la vida consiste en una proyección del ser humano hacia el mundo exterior. No obstante, en este tema de la propiedad privada, es inadmisible lo concerniente a la tierra. Parece absurdo que los elementos de la Naturaleza sean objeto de propiedad particular. Que un ciudadano sea amo exclusivo de 20.000, 50.000, 100.000 hectáreas de terreno para hacer de ellas lo que le venga en gana, es como admitir, que los ríos, el mar, el sol o el viento fuesen de unos dueños determinados.

Como en el capitalismo, los colectivistas se encuentran hoy también muy lejos de sus primitivas inflexibilidades teóricas. Son tantos los mordiscos dados a su cuerpo doctrinal que apenas subsiste íntegro ni un solo concepto de sus evangelios. Transigen hoy con la propiedad privada, en grado mayor o menor. Ni siquiera los procedimientos terroríficos estalinistas y de otras hierbas, ni ninguna economía salvaguardada por los pelotones de ejecución, han bastado para destruir el corazón de la gente.
 

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