La Foreign Corrupt Practices Act (FCPA), promulgada en 1977, representó un hito en el marco legislativo global al ser la primera ley nacional que sancionaba el soborno transnacional.
Esta normativa respondía al escándalo Watergate y a revelaciones de pagos sistemáticos de grandes empresas estadounidenses a funcionarios extranjeros con el objetivo de obtener o mantener contratos.
La FCPA perseguía exclusivamente a los “ofertantes” del soborno: individuos, compañías o cualquier persona sujeta a la jurisdicción de Estados Unidos que ofrecieran dinero, regalos, favores u otros beneficios a funcionarios públicos extranjeros con fines comerciales.
Este enfoque unilateral fue pionero en su época y sentó las bases para posteriores acuerdos internacionales.
Sin embargo, presentaba una limitación evidente: no penalizaba a los funcionarios extranjeros que solicitaban o aceptaban los sobornos.
En la práctica, el marco legal estadounidense permitía procesar al empresario estadounidense por pagar, pero no al funcionario extranjero por exigir o recibir dicho pago, aun cuando este último fuera el origen de la conducta ilícita.
Esto generaba una situación de impunidad para los receptores del soborno, debilitando la eficacia disuasoria de la ley.
Desde su entrada en vigor, la FCPA recibió elogios, pero también críticas, especialmente por parte de organismos internacionales, juristas y gobiernos aliados que denunciaban una asimetría jurídica significativa.
Se señalaba que castigar únicamente al oferente del soborno sin responsabilizar al receptor era una estrategia incompleta que, si bien moralmente loable, resultaba ineficaz frente a esquemas sistémicos de corrupción.
Esta crítica adquirió mayor fuerza a medida que otros países comenzaron a implementar sus propias normativas contra el soborno transnacional (como el UK Bribery Act de 2010 o la Ley Sapin II en Francia).
Castigar al que ofrece y al que acepta sobornos
En este nuevo contexto, se volvió evidente que para tener un sistema legal verdaderamente efectivo contra la corrupción, se requería una aproximación dual: castigar tanto a quien ofrece como a quien exige o acepta sobornos.
La falta de jurisdicción penal sobre funcionarios extranjeros en la ley estadounidense se percibía como una laguna normativa que debilitaba su compromiso con los principios del Estado de derecho y la lucha contra la corrupción internacional.
Frente a esta realidad, múltiples foros multilaterales comenzaron a instar a los Estados miembros a desarrollar leyes que incluyeran también la persecución del “lado de la demanda” de la corrupción.
La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), a través de su Convención para Combatir el Cohecho de Servidores Públicos Extranjeros en Transacciones Comerciales Internacionales, expresó en diversos informes de revisión por pares su preocupación por la falta de equilibrio en los marcos legislativos.
De igual forma, el G20, en sus planes de acción anticorrupción, subrayó la necesidad de que los países promuevan leyes más eficaces y completas que sancionen todos los aspectos del fenómeno corrupto, incluyendo la figura del receptor del soborno.
También hubo presiones por parte de la sociedad civil, de organismos como Transparencia Internacional, así como de empresas multinacionales comprometidas con altos estándares de Compliance, que reclamaban igualdad de condiciones y un marco legal global que protegiera la integridad de los negocios internacionales.
El modelo legal basado exclusivamente en sancionar al pagador del soborno genera, en términos prácticos, una situación de desequilibrio.
El individuo o la empresa que se ve obligada a pagar una coima para poder operar en determinados países sufre no solo un perjuicio ético, financiero y reputacional, sino que además es objeto de persecución penal por parte de las autoridades de su propio país.
Por el contrario, el funcionario corrupto que impone dicha exigencia queda sin castigo si no está sujeto a jurisdicción penal alguna.
La debilidad normativa fomentaba la impunidad
Esta desigualdad resulta particularmente grave en contextos de contratación pública o concesiones estatales en los que los pagos corruptos no son una iniciativa unilateral del sector privado, sino una práctica institucionalizada por las propias autoridades.
En estos casos, la omisión legal puede llegar incluso a fomentar la impunidad de redes criminales que se benefician de la debilidad normativa.
Esta situación desincentiva la denuncia por parte de las víctimas del soborno, genera una desventaja competitiva para las empresas que cumplen con la ley y perpetúa prácticas anticompetitivas en los mercados internacionales.
La ausencia de herramientas legales para perseguir a funcionarios extranjeros ha dificultado enormemente la labor del Departamento de Justicia (DOJ) y otras agencias estadounidenses dedicadas a combatir la corrupción global.
En la práctica, si un funcionario extranjero solicitaba un soborno y un ciudadano o empresa estadounidense accedía, solo este último era procesado bajo la FCPA, mientras que el funcionario extranjero escapaba a cualquier consecuencia legal en Estados Unidos.
En ocasiones, el DOJ intentaba encuadrar estas conductas en otros delitos como fraude electrónico, lavado de dinero o violaciones al Travel Act.
Sin embargo, estas figuras eran jurídicamente limitadas y muchas veces no permitían capturar adecuadamente la naturaleza del acto corrupto.
Además, estas herramientas no otorgaban al fiscal el marco normativo idóneo para establecer acusaciones claras contra los actores políticos responsables de fomentar la corrupción en el extranjero.
Esto generaba también dificultades en la cooperación internacional: otros países observaban con escepticismo un sistema que castigaba a las empresas, pero no actuaba contra los verdaderos promotores de la extorsión institucionalizada.
Una debilidad explotada por regímenes autoritarios
Esta debilidad de «enforcement» era explotada por regímenes autoritarios y por actores estatales que, bajo la impunidad jurídica, multiplicaban sus exigencias corruptas a empresas estadounidenses o internacionales.
Más allá de los aspectos legales y éticos, la corrupción extranjera comenzó a ser vista como una amenaza directa a la seguridad nacional de Estados Unidos.
En múltiples informes de inteligencia, el soborno y la captura del Estado fueron identificados como mecanismos utilizados por actores geopolíticos hostiles para socavar las democracias, controlar recursos estratégicos y ganar contratos mediante prácticas ilegales en detrimento de empresas estadounidenses.
La corrupción extranjera es un factor que alimenta el crimen organizado, el terrorismo transnacional y la inestabilidad regional.
Además, distorsiona el acceso de empresas legítimas a mercados globales, reduce la capacidad de los gobiernos aliados para hacer cumplir el derecho, y pone en riesgo la infraestructura crítica financiada o apoyada por organismos multilaterales occidentales.
Por tanto, la necesidad de reforzar el marco legal no solo responde a criterios de justicia o equidad comercial, sino también a una estrategia más amplia de defensa de los intereses nacionales de EE. UU., que busca prevenir que redes de corrupción interfieran en proyectos clave o desplacen la influencia de actores democráticos y transparentes.
«El Congreso estadounidense reconoció que la corrupción transnacional no es solo un problema económico o moral, sino también una amenaza directa a los intereses estratégicos de EE. UU., al permitir que gobiernos corruptos se mantengan en el poder, manipulen mercados, accedan a tecnología sensible, o distorsionen procesos de contratación pública en regiones clave».
La FEPA contribuyó a cambiar el paradigma
La aprobación de la FEPA debe entenderse, entonces, como parte de un cambio de paradigma: de una legislación penal reactiva, centrada en el sector privado, a una legislación proactiva, enfocada en desarticular las estructuras corruptas extranjeras que amenazan tanto el comercio internacional como el orden global.
La aprobación de la Foreign Extortion Prevention Act (FEPA) se concretó formalmente en diciembre de 2023, al ser incorporada como una sección específica dentro del National Defense Authorization Act (NDAA) correspondiente al año fiscal 2024.
El NDAA es una ley anual de vital importancia en el Congreso de los Estados Unidos, que establece el presupuesto y las prioridades estratégicas del Departamento de Defensa y otras agencias federales vinculadas a la seguridad nacional.
Debido a su carácter esencial, el NDAA constituye un vehículo legislativo robusto que permite la inclusión de disposiciones de gran alcance, incluso si no se refieren directamente a cuestiones militares.
Aprovechando esa estructura, los promotores de la FEPA -congresistas bipartidistas que venían impulsando desde hace años una reforma integral del marco anticorrupción- lograron insertar esta norma en el texto del NDAA como una medida destinada a fortalecer la seguridad nacional mediante la lucha contra redes extranjeras de corrupción.
La inclusión en el NDAA garantizó que la FEPA fuese sometida a debate y votación conjunta dentro de un proyecto de ley de consenso, asegurando su viabilidad política sin que fuera objeto de obstrucción parlamentaria.
Este procedimiento también refleja la creciente convergencia conceptual entre integridad institucional, transparencia global, y defensa nacional.
La corrupción trasnacional, una amenaza directa a los intereses de EE.UU.
En efecto, el Congreso estadounidense reconoció que la corrupción transnacional no es solo un problema económico o moral, sino también una amenaza directa a los intereses estratégicos de EE. UU., al permitir que gobiernos corruptos se mantengan en el poder, manipulen mercados, accedan a tecnología sensible, o distorsionen procesos de contratación pública en regiones clave.
Una vez aprobado el NDAA por ambas cámaras del Congreso -la Cámara de Representantes y el Senado-, el texto fue remitido al presidente de los Estados Unidos, quien lo firmó el 22 de diciembre de 2023.
A partir de ese momento, la FEPA entró en vigor como Ley federal, con fuerza obligatoria en todo el territorio nacional y con aplicación extraterritorial en los términos establecidos en su articulado.
La promulgación de la FEPA marcó el cierre de un ciclo legislativo que había sido impulsado por múltiples actores: miembros del Congreso, fiscales federales, organizaciones internacionales como la OCDE, académicos expertos en derecho penal y Compliance, y representantes del sector privado que reclamaban un entorno jurídico más justo y equilibrado.
La firma presidencial no solo convirtió a la FEPA en ley vigente, sino que también representó una señal clara del compromiso del Ejecutivo con la lucha contra la corrupción extranjera como parte de su política exterior y su estrategia de gobernanza global.
El objetivo central de la FEPA es llenar un vacío jurídico históricamente presente en el sistema penal estadounidense: la ausencia de una norma clara que permitiera procesar penalmente a los funcionarios públicos extranjeros que solicitaran, aceptaran o recibieran pagos indebidos en relación con transacciones comerciales vinculadas a los Estados Unidos.
Hasta ese momento, el enfoque estaba concentrado exclusivamente en sancionar a los que ofrecían el soborno (como las empresas norteamericanas), sin extender las consecuencias legales a los receptores extranjeros de esos pagos.
Los funcionarios públicos extranjeros corruptos son imputables
Con la FEPA, se introduce una disposición legal específica que tipifica como delito federal dichas conductas por parte de agentes públicos de otros países.
La norma define de manera precisa qué se entiende por funcionario público extranjero, incluyendo a representantes de gobiernos, autoridades locales, legisladores, jueces, militares, así como a figuras electas que aún no hayan asumido sus funciones y a asesores o intermediarios con funciones oficiales.
Además, establece los elementos típicos del delito, como la solicitud, o la aceptación de una dádiva con la intención de influir en una decisión oficial o de obtener un beneficio personal o institucional indebido.
Este cambio paradigmático implica una ampliación considerable de la jurisdicción penal estadounidense, permitiendo actuar sobre actores clave de esquemas corruptos que antes quedaban impunes.
Asimismo, la FEPA contempla importantes sanciones, incluyendo penas de prisión de hasta 15 años y multas que pueden alcanzar el triple del valor del soborno, así como el decomiso de activos relacionados con la conducta ilícita.
La FEPA no sustituye a la FCPA, sino que la complementa desde una nueva perspectiva.
Mientras que la FCPA -vigente desde 1977- se enfoca en el oferente del soborno, principalmente empresas y personas estadounidenses que pagan para obtener contratos o beneficios indebidos en el extranjero, la FEPA actúa sobre la otra cara de la moneda: el funcionario extranjero que, aprovechando su cargo, exige, solicita o acepta esos pagos.
Este enfoque equilibrado atiende a los principios básicos del derecho penal y a la necesidad de sancionar todo el circuito de la corrupción, tanto la oferta como la demanda.
Asimismo, permite mejorar la capacidad investigativa del Departamento de Justicia, que hasta entonces debía recurrir a otros delitos, como fraude electrónico o lavado de dinero, para intentar perseguir a los receptores del soborno, con resultados jurídicamente discutibles y procesalmente limitados.
En ese sentido, la FEPA representa un perfeccionamiento institucional del sistema legal estadounidense, proporcionando a los fiscales una herramienta directa y precisa para perseguir la corrupción extranjera desde una óptica integral.
También mejora la percepción internacional sobre el compromiso de Estados Unidos con el principio de justicia global, al no centrarse exclusivamente en sancionar a sus propios ciudadanos sino también en combatir activamente a los actores públicos extranjeros que socavan la equidad en el comercio internacional.
Además de su función penal, la FEPA tiene un profundo contenido simbólico y normativo en términos de gobernanza internacional.
Un mensaje a los empresarios y a las organizaciones multilaterales
Su promulgación busca enviar un mensaje claro a la comunidad empresarial, a los gobiernos extranjeros y a las organizaciones multilaterales: Estados Unidos está decidido a liderar la lucha contra la corrupción de manera coherente y efectiva, no solo castigando a quienes pagan sobornos, sino también a quienes los solicitan o exigen.
Esto refuerza el ecosistema de integridad en los negocios internacionales, promoviendo condiciones más equitativas de competencia, incentivando la transparencia en las contrataciones públicas, y fomentando la ética en la interacción entre el sector público y el privado.
Las empresas que operan en mercados de alto riesgo encuentran en la FEPA un respaldo institucional para resistir prácticas corruptas, sabiendo, que tienen la posibilidad de denunciar demandas ilegales sin quedar desprotegidas ante la ley.
Asimismo, la FEPA potencia la cooperación internacional al alinear la legislación estadounidense con los estándares de otros países avanzados en materia de Compliance, como el Reino Unido o Francia.
Esto facilita los mecanismos de asistencia jurídica mutua, el intercambio de información entre fiscales y policías, y la realización de investigaciones conjuntas.
Y por todo ello, contribuye a consolidar un sistema global de integridad que protege no solo a las empresas, sino también a los ciudadanos que dependen de instituciones públicas honestas y eficientes.
Sí, se ha asegurado de manera expresa que el cierre de la investigación incluya el archivado seguro y conforme a la normativa vigente de toda la información digital recopilada, generada o procesada durante el desarrollo de la misma.
Esta actuación ha sido concebida no como una tarea meramente administrativa o documental, sino como una fase crítica para la integridad del procedimiento investigativo, la protección de los derechos de las personas implicadas y el cumplimiento de las obligaciones legales y reglamentarias que rigen la conservación, confidencialidad y trazabilidad de la información.
El almacenamiento digital seguro ha implicado la aplicación coordinada de principios jurídicos, medidas organizativas, controles técnicos y prácticas de gestión documental alineadas con las exigencias del Reglamento General de Protección de Datos (RGPD), la legislación sobre archivos y documentación administrativa, las buenas prácticas en materia de gobernanza de la información, y los estándares internacionales de seguridad de la información, tales como ISO/IEC 27001, ISO/IEC 27037 y en su caso ISO 15489.
El proceso investigador, protegido
La decisión de qué información debía conservarse, por cuánto tiempo y bajo qué condiciones, ha sido el resultado de un análisis riguroso de la finalidad legítima de conservación posterior al cierre del expediente, el marco normativo aplicable en función del tipo de investigación (por ejemplo, laboral, financiera, de cumplimiento normativo, de acoso, de fraude o de protección de datos), los plazos de prescripción legal de eventuales acciones, o las responsabilidades derivadas, y los principios de minimización, y de limitación temporal del tratamiento de datos personales.
En ese sentido, se ha documentado y justificado cada criterio de conservación para garantizar que no se mantenga información más allá del tiempo estrictamente necesario, evitando así, que se produzcan tratamientos indebidos o desproporcionados, que puedan vulnerar derechos fundamentales, o, generar responsabilidades para la organización.
La información digital archivada incluye no solo los documentos finales que integran el expediente conclusivo de la investigación, como el informe de hallazgos, las recomendaciones o las decisiones adoptadas, sino también todos los elementos de prueba, los registros de entrevistas, las comunicaciones internas relevantes, los metadatos de evidencias electrónicas, los logs de acceso, los registros de custodia, los informes forenses, las versiones intermedias, las autorizaciones, las actas, los consentimientos informados, y cualquier otro contenido generado durante el procedimiento.
Cada uno de estos elementos ha sido clasificado, indexado y almacenado en sistemas digitales seguros, sometidos a políticas de retención documental específicas, con identificación de responsables del archivo, registro de accesos, sellado temporal y control de integridad.
Para ello se han utilizado plataformas tecnológicas que garantizan la conservación inalterada de la información digital a lo largo del tiempo, mediante el empleo de técnicas como el versionado controlado, el «hash» de documentos, el sellado electrónico de tiempo, el cifrado de archivos en reposo y en tránsito, y la replicación en servidores redundantes situados en entornos con certificaciones de seguridad.
Además, los expedientes digitales han sido protegidos mediante mecanismos de acceso restringido, la autenticación multifactor, y los controles de trazabilidad, que impiden accesos no autorizados o, manipulaciones posteriores a su cierre.
El proceso de almacenamiento ha ido acompañado de un protocolo de cierre formal, que contempla la verificación de que no queden procesos pendientes, que todas las evidencias hayan sido incorporadas al expediente, que se haya documentado la cadena de custodia hasta el final, y que se haya emitido un acta de cierre de investigación, que registre expresamente la fecha de finalización, los responsables de su conclusión, las medidas adoptadas para la conservación de la información y, en su caso, la notificación a las partes interesadas conforme a los principios de transparencia y rendición de cuentas.
Adicionalmente, se ha contemplado el futuro destino de la información almacenada, previendo mecanismos automatizados de supresión segura, o anonimización, cuando expire el plazo legal de conservación, conforme a la política de retención de la organización.
También se ha regulado expresamente la prohibición de uso secundario de la información archivada para fines distintos de aquellos que motivaron la investigación, a fin de evitar cualquier tipo de reutilización indebida, perfilado, acceso no justificado, o, explotación de datos personales sin nueva base legal.
En todo caso, el proceso ha tiene que ser supervisado por el delegado de protección de datos, y los responsables de seguridad de la información de cada organización, quienes deben emitir sus respectivos informes de conformidad, certificando que el procedimiento de cierre y el almacenamiento de la información cumple con los principios de licitud, integridad, confidencialidad, responsabilidad proactiva y protección de datos por diseño.
De este modo, el cierre de la investigación no debe significar un mero punto final administrativo, sino una fase esencial en la que se tiene que consolidar la seguridad jurídica del proceso, blindar la validez de los hallazgos, y se preservar de manera ética y legal toda la información, que sustenta las decisiones adoptadas, resguardando con ello, tanto los intereses de la organización, como el de las personas afectadas por el procedimiento de investigación producido.