El nuevo príncipe de los ingenios del español es el más cervantino de los últimos Premios Cervantes. Luis Mateo Díez tiene tanta silueta de Don Miguel como de Don Quijote. El bigote y la perilla podrían ser del escritor o del hidalgo. Tiene tanta fama de cervantino que a pesar de lo poco que se parece la horizontal y palaciega Alcalá de Henares a su querido Villablino, de paredes de piedra y tejados de losa, nadie se extrañó el martes al verle pasear por sus plazas. Comparte también Luis Mateo con Cervantes esa capacidad demiúrgica, que solo permite el talento, de haber fabulado primero y descrito después tierras imaginarias para explicarnos lo que sucede en los terruños nuestros y reales. Explicó Luis Mateo Diez en el Paraninfo de los paraninfos de las letras y ante los reyes cómo El Quijote quedó sembrado en él desde niño y germinó en su obra repleta, como fue el hidalgo, de «héroes del fracaso» que fascinan por el afán de vivir la vida a toda costa a pesar de heridas y ausencias. Quizá los quijotescos sean los únicos héroes creíbles.
Si para algo sirve El Quijote, libro de libros, es para explicar la humanidad y el mundo que no siempre vienen a ser lo mismo. Locura, ironía, crítica, humor, vicios, cordura, paisajes, costumbres y anhelos encajan sin holgura. Leí ayer que si hubiera que entregar solo un libro a los alienígenas para que entendieran la humanidad, a pesar de los siglos, habría que darles El Quijote. Confesaba también Luis Mateo al recoger el Premio Cervantes la otra arista de la escritura. «La vida se descubre escribiendo». Y es profundamente cierto que uno no sabe lo que opina de las cosas hasta el momento en que decide plasmarlas en un texto. Nadie conoce si está en desacuerdo consigo mismo hasta que cambia una coma por un punto al releer el argumento. Leer y escribir como poso y ejercicio imprescindible de libertad. Para eso sirven los libros. Leer para entender a los demás y escribir para comprenderse a sí mismo.