Mirar las ciudades desde arriba no es habitual. Las vemos a pie de calle, y muy raramente de otra manera. Y esa vista es muy diferente, incluso poco simpática, sobre todo porque esa parte superior, habitualmente, se cuida poco, amén de que es la que suele albergar los servicios auxiliares como ascensores, aire acondicionado, pararrayos y, cómo no, los tejados. La trastienda de los edificios a la que siempre se le ha dedicado poco cuidad.
Francisco Javier Saenz de Oiza ha sido uno de los mejores y más originales arquitectos españoles del siglo XX. Charlista empedernido, además. Y en aquellas charlas, que nos daba en la Escuela de Arquitectura los miércoles de cada semana y duraban tres horas (tres), en la que no perdíamos ni un segundo, decía que los edificios, como las personas, tenían que llevar sombrero.
Cuando eso decía, no se refería a que tenían que tener un tejado, eso era evidente, sino que debían que ser rematadas con un elemento singular, no unas simples tejas. O lo que es lo mismo, un edificio, su parte más visible, su fachada, no era lo último, faltaba la cabeza y su remate.
Siempre lo recordaré, y, siempre, he querido seguir esa opinión, cosa que, aunque parezca mentira, hacerlo ha sido, y es, difícil.
El lector puede preguntarse, mirando hacia arriba, que no es tan complicado, es verdad. Sin embargo, podrá comprobar inmediatamente que muy poquitos edificios, poquísimos, van rematados con algo más que un simple tejado de teja.
Para empezar, en esta tierra en que vivimos, si hay algo que en los años de uso, más bien siglos, ha quedado probado, es la validez de la teja como elemento protector de los elementos atmosféricos. A partir de ahí, tratar de hacer una variante más estética, ese remate especial, ese sombrero, es muy difícil, pues la teja funcionan muy bien en planos rectos, pero cuando hay que adaptarse a formas diferentes, tal como curvas, inclinaciones fuertes y diseños a los que inevitablemente te lleva la imaginación, ya todo se complica.
La teja es un enorme invento, pero es muy limitada para montar una manera que no sea de esa manera. Es una pieza rectangular, pensada para ser colocada formando líneas paralelas, y, cuando esa línea se corta, la cosa deja de funcionar bien, pues no solamente se produce una gran cantidad de desperdicios por cortes y giros, es que la estanqueidad y seguridad de sujeción disminuye muchísimo.
Lo que no ha sido óbice para que, con esa humilde pieza, se hayan realizado obras magníficas.
Oiza, cuando nos daba aquellas charlas formativas, se refería a la utilización de nuevos materiales, cosa bastante fácil de decir, pero bastante menos de hacer, para empezar porque esos nuevos materiales, que permiten, también, nuevas formas, no tienen mucho tiempo de experimentación, con el riesgo de futuro que eso supone de generar fallos clamorosos (y a mi me han asado algunos). Además de que, y por lo mismo, la mano de obra no tiene, ni mucho menos, el nivel necesario.
Así que rematar “diferente” con la teja de nuestros tatara tatarabuelos, es, como en las películas, misión imposible. O casi.
Y tampoco es que los promotores, figuras clave en la construcción, colaboren demasiado en esas aventuras.
En primer lugar porque aplicar nuevas propuestas, salvo que sean más baratas, no es su normal proceder: la economía de la obra, por delante, como muy bien saben los vendedores de esos productos.
En segundo, y por seguridad, saben que la cubierta es uno de esos elementos del edificio, absolutamente necesario, por supuesto, pero con alto riesgo de funcionamiento, y jugarse un futuro de goteras o fallos de aislamiento, no es aconsejable.
Añadamos que, por eso del costo, gastar en algo “que casi no se ve”, no tiene mucho futuro.
Lo malo es que sí se ve, sólo hay que separare un poco de la fachada del edificio. Y no digamos si le echas un vistazo a la ciudad desde un piso relativamente alto y desde la parte de atrás de tu vivienda. Un mar de tejados, medianerías y casetones (Ah, los casetones de ascensor, esas excrecencias pintadas a la cal que pululan por todos los tejados).
Uno va por las ciudades centroeuropeas y no puede por menos que admirar los tejados abuhardillados de París, o las cubiertas de cobre o cinc de Viena o Budapest. Y no solamente en las grandes ciudades, sino también en las pequeñas, las que son, más o menos como la nuestra.
Menos mal que, por encima de todo ese mar de tejas (y uralitas y casetones), emergen, de vez en cuando las torres de la catedral o las cubiertas de uno y otro edificio que sobresale en altura y calidad, que también los hay.
Tenemos lo que tenemos, y la teja, la humilde teja, en sus múltiples estilos y usos, son parte de nuestra ciudad. Bienvenida sea, que muchas goteras causa, pero muchas más quita. De verdad.
Y si no podemos hacer un buen “sombrero”, qué le vamos a hacer.