28/09/2025
 Actualizado a 28/09/2025
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El año pasado llegó en domingo y a una hora bastante intempestiva para recibir visitas. Se notaba que venía contento porque eligió un festivo y la hora del café, para entrar en las casas. Este año fue distinto. Prefirió un día laborable para tratar un tema tan serio. Apareció el lunes con aspecto cansado y el maletín de pinturas bajo el brazo. Venía preocupado porque no reconoció los caminos al venir, ni vio suficientes hojas con que pintar el otoño de la montaña leonesa, como hizo todos los siglos. Precisamente este año, que había añadido al muestrario nuevos tonos ocres y una gama de amarillos recién teñidos. Estuvo unas cuantas horas de cónclave con el verano, antes de tomar el relevo. Tuvo que ser muy difícil para éste explicarle lo ocurrido y entregarle una provincia catalogada de maravilla verde (por nosotros mismos) cubierta de hollín y oliendo a rescoldo. Una charla larga y sentada entre equinoccio y solsticio, detrás de cualquier loma, porque las cosas serias se hablan sentados, sin prisa y con la voz templada, para que rueden mejor las palabras, ladera abajo. 

Imagino al verano contando lo sucedido con mucho ahogo y la cabeza gacha, sin saber cómo explicar tanta tragedia ni cómo disculparse, repitiendo una y mil veces que no supo evitarlo, que los árboles se convirtieron en teas, los pueblos eran un clamor, los vecinos corrían y el horizonte, miraras hacia donde miraras, era una llamarada. Y el otoño escucha silencioso, con los ojos apuntando al suelo y meneando la cabeza, como hacía el abuelo mientras rumiaba las malas noticias, antes de murmurar, por malo que fuera el asunto, «Todo tiene arreglo». Pero en esta ocasión, no pudo oírse esa frase de consuelo porque no hay solución para tantos miles de árboles y animales muertos, ni para tanta desolación y tierra quemada. Mucho tuvo que afectarle para estar tantas horas cavilando aquel lunes en que los humanos anunciábamos su llegada desde el alba, pero ya eran las 20:19 cuando decidió instalarse, descartando la idea de dimisión, que aquel día le rondó la cabeza. Quizás sea el otoño más triste que haya vivido León porque es ahora, cuando se fueron los brillos del verano, los ruidos vacacionales y con los niños inclinados sobre los pupitres, cuando él empezaba a trabajar cada mañana por nuestros valles y montes, tiñendo hojas y cambiando de ropa a los árboles, para después, de forma impúdica, soplar hasta desnudarlos. Y las ramas, un poco cansadas del vestido verde, se dejan hacer y, sin rubor alguno, permiten al viento que las despeine mientras las hojas que las cubrían, van quedando sobre su lecho. Así fue siempre, pero este año no sabe por dónde empezar. Los troncos ya están desnudos. Solo encuentra esqueletos negros y silencios, donde debería haber bullicio de animales entre las ramas. Con qué va a hacer la hojarasca para que crujan las pisadas y de dónde sacará hojas para pintar el otoño del 2025. Dónde están los árboles para coquetear con ellos y dónde el laberinto de veredas y caminos por las que se enredaba el aire jugando al escondite consigo mismo. No aparece el pequeño arroyo que siempre estuvo ahí, entre las zarzas, donde bebía el viento cuando hacía de las suyas un trozo de verano rezagado. Y por qué, en tantos pueblos, las golondrinas y vencejos no esperaron para saludarle antes de alzar el vuelo, como se hizo siempre. Qué miedo tuvieron para irse tan pronto. Creo que este año el otoño deseó llorar al ver el paraíso leonés que tanto trabajo le daba porque a los dioses se les cayó el estuche de acuarelas sobre esta tierra, en un día de lluvia. Solo eso explicaría estos paisajes, que ni ellos sabrían pintar.

Después de visitar los montes convalecientes y aliviar la quemadura con aire fresco y recetas secretas que solo la tierra conoce, se ha refugiado en las cocinas buscando consuelo de hogar. Esas que tanto le gustan, con escaño, calderetas al fuego y avellanas sobre la trébede. Esas en las que hay otro otoño en la sombra de detrás de la puerta y una abuela frente a la lumbre, aunque lleven años deshabitadas. Y allí agazapado, desahoga por fin y llora hablando con las ausencias. Sabe que ellos no son los culpables, que tuvieron que irse, se lo pusieron muy difícil llevándose los servicios básicos a lugares con asfalto, cada vez más lejos de sus huertas. Bien sabe el viento que los que trabajaron la tierra nunca permitirían tanto abandono de sus montes, de los que nunca salieron porque habitan sus sombras, como el cuento de Galeano que dice: «Para muchos pueblos del África negra, los antepasados son los espíritus que viven en el árbol que crece junto a tu casa o en la vaca que pasta en el campo. El bisabuelo de tu tatarabuelo es ahora aquel arroyo que serpentea en la montaña...». Posiblemente sea el arroyo que el otoño no encuentra este año. También sabe quiénes son los responsables, a pesar del silencio que cubre la ceniza. Ahora, menea la cabeza y, muy a su pesar, dice algo que el abuelo jamás diría «Esto no tiene arreglo».

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