Mañana se cumple medio siglo de la muerte de Franco. Consciente de que escribir de este tema implica pisar un charco inmenso, poder ser víctima lo mismo del ejército de bots de Abascal que de los trols de carne y hueso del bando contrario, trataré de seguir en esta columna la que probablemente sea la única enseñanza valiosa de un personaje tan nocivo en la historia de España: "Haga como yo, no se meta en política". Una frase atribuida al Caudillo para algunos y dictador para todos que, de una forma un tanto paradójica, se ha invertido en la actualidad a la hora de abordar el Régimen.
Nadie puede negar que Franco está hoy más vivo, ha levantado más la cabeza dirían otros, que a comienzos de siglo. Por el resurgimiento de una extrema derecha que lo blanquea, pero también por ciertas actitudes revanchistas en todo lo que tiene que ver con la memoria histórica. Siempre ha habido a quien le ha interesado acallar las décadas de represión y a quien insistir en ese pasado le resulta rentable. No obstante, jamás se ha hablado tanto y tan alto del dictador como ahora y esto se debe a que su figura encaja a la perfección en esta época en la que todo tiende a simplificarse.
Un ambiente guerracivilista que, más allá de los infames parlamentos, cualquier profesor de Historia podría corroborar que se deja sentir en los institutos cuando los adolescentes estudian el último siglo. Esta realidad choca con cómo hasta antes de ayer nuestros abuelos evitaban hablar de una guerra civil que para ellos siempre fue un bochorno, un fracaso colectivo. Aquel voto de silencio compartido parece haber quedado muy atrás, más lejos que la propia contienda, y el revisionismo permanente airea nuestras miserias como país sin que a menudo sean de utilidad alguna al progreso.
El deber democrático de recordar que un golpe militar contra un sistema legítimo inició un conflicto entre hermanos que nunca debió suceder es compatible con la convivencia. Sin embargo, los mensajes reconciliadores no calan en un tiempo de perenne guerra cultural «entre los hunos y los hotros» en que los referentes periodísticos son Vito Quiles o Sarah Santaolalla y los políticos no merece la pena ni mencionarlos. Gracias a ellos y a los que llevan décadas favoreciéndolo, Franco entendido como enfrentamiento y no como drama compartido está hoy más presente que en los años 80 o 90.
Un problema recurrente de este país es que entre sentido común e ideología, siempre se opta por lo segundo. Algo compartido por las dos Españas que imposibilita cualquier forma de centro político e impide altura de miras en debates de calado, como un gran pacto para que no haya una ley educativa cada cuarto de hora o si la Jefatura de Estado debe seguir siendo un privilegio de cuna. En lo que respecta a la dictadura, este trauma lleva a encontrarse de manera crónica más cerca de la fractura de 1936 que de las oportunidades de 1975. Todos se han metido en política y, tal vez por ello, Franco ha levantado la cabeza… Que alguien, por auténtico patriotismo o por un ataque de cordura, vuelva a cerrar el ataúd.