Quizás tenga yo el problema. Quizás sea un intolerante. Quizás sea muy exigente. Quizás confíe demasiado en la raza humana. Quizás, y debido a mi profesión como periodista, esté saturado de escuchar tantas sandeces. Quizás me merezco un expediente sancionador emitido desde la Dirección Provincial de Educación. Quizás esté aquejado de una severa paranoia cuando afirmo, sin ningún tipo de duda, que las preguntas en las reuniones de padres en colegios e institutos deberían prohibirse.
Debo decir que mi historial en encuentros de este tipo y similares es bastante dudoso. Como ejemplo, debo reconocer, aunque no esté presente mi abogado, que cuando compré el piso en el que descanso unas cuantas horas al día de la estupidez humana, fui a la primera reunión de la comunidad de vecinos. Desde ese día, hace ya casi veinte años, no me han vuelto a ver en esa especie de aquelarre. Sí, lo sé, un absentismo en toda regla. Eso sí, de incoherente nadie me puede tildar, porque nunca me he quejado ni me quejaré de las decisiones que se adoptan en dichas reuniones.
Dicho esto, desde que mi heredera empezó a ir al colegio, siempre fui muy remolón en asistir a las reuniones de padres. Esta actitud no estaba provocada por considerarlo una pérdida de tiempo, ni por querer evitar los discursos protocolarios de los profesores. El motivo de mi deseo de escaquearme era el fatídico momento en el que el educador de turno abría el turno de preguntas. En ese mismo instante no paraba de mirar hacia todos los lados, buscando donde estaba instalada la cámara oculta. Cada año me sentía como Jim Carrey en ‘El show de Truman’. La única explicación lógica de todo lo que sucedía a partir de ese momento era que nos estuvieran grabando como parte de un experimento o participáramos, sin saberlo, en un programa humorístico.
Ingenuo de mí, cuando se acabó la etapa de Primaria y la heredera pasó a Secundaria, esperaba que la situación mejoraría, pero lamentablemente me equivoqué. Cometí un error de principiante. Pensé que, como los hijos iban creciendo, ciertos padres se ahorrarían algunas preguntas. Hace solo unos días, mientras escuchaba en una de estas reuniones algunas intervenciones antológicas, solo hacía que cabecear y resoplar desde la última fila, desde donde tenía una visión panorámica del espectáculo. Si tuviera que que describir la sensación que experimenté, es la de vergüenza ajena. Constatada una vez más la involución humana, la única esperanza para evitar estos esperpentos es que se oficialicen, de una vez por todas, las reuniones de padres sin preguntas.