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¿Semana Santa inmutable?

25/04/2025
 Actualizado a 25/04/2025
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Un año más… pasamos la Semana Santa por agua. Un fastidio que todo lo que desluce, aunque no por eso se pierde el fervor y la costumbre. Son demasiados siglos a cuestas como para, ahora, por un quítame allá esas gotas (bienvenidas en general dada la pertinaz sequía de los últimos años), dejar la costumbre y tradición.

Mi recuerdo más antiguo de «las procesiones» es de allá por 1955 o así. No soy capaz de fijar la fecha, pero desde luego por aquel entonces era, más o menos, y no porque procesionara mi padre, sino porque, rico recuerdo, me llevaba, con mis hermanas, a ver los desfiles de las cofradías desde el balcón de la primera planta del Victoria, una visita que, y eso era entonces lo bueno, iba acompañada por una estupenda merendola de chocolate.

Así que a media tarde nos íbamos de punta en blanco y subíamos hasta la primera planta, que entonces era merendero anexo al bar. Había una escalera de madera por el fondo de la planta baja y allí nos daban las horas hasta que anochecía, correteando por el local, pasando de la mesa al balcón y del balcón a la mesa. Unos balcones que daban, y aún dan, sobre la calle Ancha de aquél que, entonces, se llamaba ‘Café Granja Victoria’, donde, por cierto, se tomaba una leche merengada inigualable, que nunca jamás he vuelto a probar en ningún sitio.

Aún recuerdo toda aquella primera planta llena a rebosar de familias dadas al rico chocolate, o café con leche, saltándose el ayuno cuaresmal por entonces sagradamente obligatorio. Aunque quizás no se lo saltaban, porque también era posible (por aquello de que el que hace la ley hace la trampa), que la familia hubiera comprado la bula papal (que valía algo así como 10 pesetas), y que estuvieran exentas parcialmente de su cumplimiento. 

Esa visita familiar «al Vitoria» fue un rito que duró quizás unos cinco años, y aún hoy sigo asombrándome de que no hubiera habido una desgracia por la aglomeración de personas en aquella primera planta, porque, lo que son las cosas, veinte años después, allá por 1974, el propietario decidió transformar el viejo Victoria anulando la planta de arriba en vivienda y haciendo la entreplanta del bar que hoy existe.

Y ahí, qué casualidad, estábamos Luis Diego Polo y yo mismo, como arquitectos, proyectando y dirigiendo las obras de reforma. Fue entonces cuando comprobé que Dios es bueno. Y en Semana Santa, aún más.

Porque, cuando se vació el local  para iniciar las obras y quedaron al aire los pilares de cuatro metros de altura y muy esbeltos, cilíndricos, pintados en marrón que creíamos metálicos, resultaron ser un puro revestimiento de mortero.  Cuando  éste se picó, quedó al aire el verdadero pilar, metálico cómo pensábamos, pero que ¡oh sorpresa! no era un cilindro (que era lo normal en su momento de construcción), sino que eran cuatro angulares de 10 cm, formando una cruz, completamente combados, sin ningún tipo de presilla de unión, sobre una cimentación que era una piedra caliza de 80x80cm en la que se había tallado una cruz de longitud igual a los angulares, con un fondo de plomo en el que apoyaban directamente los perfiles, sin más. ¡Y aquello había aguantado decenas de años, dos plantas encima y una de ellas, durante las procesiones, llenas de gente! Y allí, tan contentos habíamos estado nosotros.

Después de aquella experiencia infantil, en esto de las procesiones he de reconocer que no fui más allá de estar y verlas, con asiduidad eso sí, pero no más. Luego, bastante más mozo, por empuje de un buen par de amigos muy concernidos en todo lo que es la Semana Santa, me incorporé a los actos, a la Ronda, allá por las fechas en que empezaba todo lo del Genarín, cuando ambas actividades coincidían, de muy mala manera, por los aledaños del obispado.

Pero nunca fui más allá, posiblemente porque es algo que hay que vivirlo desde niño y ese, en realidad, no fue mi caso. Así que me declaro cofrade no practicante, lo que no quita para que me sienta orgulloso y gran propagandista de nuestras procesiones y de todos los actos que la rodean.

Y por eso, tengo que quejarme, porque no puede ser el espectáculo, por no decir desmadre, que se monta por tan fausto motivo.

He visto las fotografías de los botellones, aglomeraciones y basuras y la imagen que se da no es precisamente edificante. Es más, no beneficia en nada.
Estos días, porque se sintieron atraídos, estuvieron por aquí un matrimonio amigo de Huelva. Son ochocientos kilómetros por carretera o, alternativamente, un calvario por ferrocarril, porque si nos quejamos nosotros de malas comunicaciones ferroviarias, lo de Huelva es de traca. Quiero decir con ésto que hay que hacer un verdadero esfuerzo.

Según me contaron, el Jueves Santo estuvieron cenando en un restaurante por la zona del Conservatorio. Volvieron a su hotel que estaba en pleno Barrio Húmedo y, desconocedores de la zona, se desviaron, no saben decir por dónde, pero sí que entraron en una aglomeración de chicos quinceañeros, en pleno botellón, borrachos y vocingleros, agresivos y maleducados, tanto que, según sus propias palabras «sintieron miedo». No he sido capaz de ubicar el lugar, pues al ser ellos nada conocedores de las calles sus señas fueron insuficientes, aunque puedo suponerlo. Sobre todo viendo las fotografías que han sido publicadas.

Por mal camino vamos y mala prensa nos da. Deben ser estos tiempos de libertad mal entendida.  Reconozco que mi primera reacción fue preguntarme cómo la policía no toma cartas en el asunto. También cómo es que los padres, mucho más directos responsables, no toman cartas en el asunto. Porque habrá quienes las tomen, pero, desde luego, no parece que sean mayoría.

En todo caso, mala imagen se llevaron mis amigos ¿serán los únicos y los últimos? Lo dudo.

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