No hay sesión del Congreso en el que algún despistado no se confunda de botón y le dé a uno que no es, votando lo contrario de lo que quiere. La investidura de Feijóo tuvo todos los ingredientes de la obra teatral parlamentaria: risas, aspavientos exagerados, hipérboles macarrónicos y un elenco variado de faltas de respeto a los contrincantes. Sólo los instintos caballerescos de Feijóo parecieron darle cierto toque de solemnidad a unas jornadas en las que se guardó menos decoro que en las visitas guiadas al hemiciclo. La Cámara Baja ha renunciado a ser la sede del respeto institucional y el famoso bar del Congreso se ha ampliado hasta las estancias más legendarias. Hemos pasado de la cuna del parlamentarismo de la Colegiata de San Isidoro en la que el mero respeto de respirar el aire estanco con aroma histórico hace que permanezcas erguido, a un edificio maltratado en la Carrera de San Jerónimo excomulgado de todo sentimiento sacro.
Se empezaron llevando camisetas de propaganda y se ha terminado encumbrando a macarras como Óscar Puente. No me preocupa que un tío suba a la tribuna y empiece a rezar un rosario de soflamas sacralizando la soberanía nacional, lo que me inquieta es que tras ese número de circo haya medios e individuos que adornen ese tipo de conductas narrando la desfachatez con toques épicos. Como dice Alberto Olmos, “la gente educada, elegante y culta no existe en la política española”; siempre digo que lo peor que uno se puede encontrar en la vida, los personajes más siniestros, chabacanos y cutres, se incorporan a la cosa pública. El falso estereotipo de que los mejores son los que nos legislan nos nubla la mente impidiendonos coger conciencia de la camarilla que nos gobierna. Hemos pasado del ritual procesado por nuestros antecesores que convirtieron a León en la cuna del parlamentarismo a un Congreso de los Despistados, en el que se le está dando más importancia a los idiomas en los que se puede intervenir que en pensar antes de hablar.