Ayer fue San Isidro, el patrono de los labradores, y, cosas del santoral, el de Madrid. Fuimos a celebrarlo a la pradera de San Isidro, junto a las tapias del cementerio del mismo nombre. Polvo, atracciones de feria, miles de persona haciendo picnic sobre la hierba. Mujeres con traje de lunares y claveles en el pelo; hombres con chaleco y gorra ladeada. Pienso, Madrid también es esto. Madrid, esa ciudad, a menudo inhóspita, también es un pueblo, un barrio entero, con sus fiestas patronales.
Madrid también es mi vecino Lolo, contándome cuando de niño toda la familia cogía el autobús en Moncloa para ir a pasar la tarde al río Manzanares. Bañarse y comer tortilla de la fiambrera.
Madrid también son las tiendas del Rastro, que llevan generaciones vendiendo quincalla. Y Madrid son los gitanos de mi barrio, cantando en la plaza de Cascorro.
Y Madrid también es esto: estoy sentada en un vagón de Metro, de pronto escucho una voz fuerte. Un hombre agarra el brazo de otro hombre e intenta apartarlo de sí. El hombre que actúa es elegante, americana de pana color chocolate, chinos beis, alianza de oro. El hombre que se niega a que le aparten el brazo va desharrapado, vaqueros sucios, mochila sucia, visera sucia. El hombre de la americana exclama, ¡no puedes apoyar la mano aquí!, al tiempo que intenta empujarlo con fuerza. El otro hombre responde con acento extranjero, está ebrio. Forcejean. Todo el vagón contempla la escena.
Pienso, alarmada y horrorizada, alguien a quien le molesta que un vagabundo extranjero le ponga el brazo junto a la cara. Esto va a acabar en pelea. ¿Qué hago?
El hombre de la americana atrapa el otro brazo del borracho e intenta colocárselo en un asidero distinto. El borracho trata de zafarse, pero el hombre no lo suelta. Y entonces dice: no pongas esa mano ahí, pon la otra, esa está herida. Y entonces veo que la mano ha dejado un rastro de sangre sobre la barra metálica, un rastro que gotea hasta el suelo. El borracho se mira la mano, todos miramos la mano, tiene una raja profunda en la palma y es una masa ensangrentada. El hombre dice, agárrate con la otra y no toques nada y se quita una mochila y empieza a buscar algo dentro. Una joven se levanta y dice, tengo solución estéril, y saca del bolso una caja de cápsulas. El hombre saca también algo de su mochila, ¿una gasa? Llega mi estación y paso al lado de los tres para bajarme.
Madrid también es esa escena: dos desconocidos ayudando a un vagabundo que se encuentran herido en un vagón de Metro.
Todo ese Madrid salva el Madrid del caos de la estación de Atocha, de la suciedad de Lavapiés, de la proliferación de cadenas de comida rápida, de los fondos buitre y las hordas de turistas.
El Madrid auténtico, el Madrid humano, salva a Madrid.