Dice una canción popular «Tres cosas hay en la vida: salud, dinero y amor». El orden de importancia varía según el criterio de cada cual, pero es indiscutible que se trata de tres elementos clave, tres deseos universales. Y tres causas frecuentes de desasosiego y preocupación.
El amor es demasiado personal y complicado. El dinero es un tema que, dada la situación económica actual de la mayoría de los mortales, considero mejor no tocar. Aprovecharé que el pasado domingo, 7 de abril, se celebró el día mundial de la salud para hablar sobre ella. Se dedica esta jornada al bienestar físico y mental desde 1950, a raíz del nacimiento de la organización mundial de la salud (O.M.S.). Este año el lema elegido ha sido «mi salud, mi derecho».
Así debería ser, en la declaración universal de los derechos humanos viene reconocida como tal. También aparece en las constituciones de al menos 140 países, aunque son muy pocos los que especifican o aseguran su financiación. Sin embargo, parece un derecho, no es el único, cada vez más amenazado. Y desde luego, la deseable igualdad ante él se antoja inalcanzable. La enfermedad y la muerte, en cambio, no hacen distinción entre el lugar donde viven o el poder adquisitivo de sus víctimas. Por eso es injusto que no poseamos todos las mismas armas para luchar contra ellas, o intentarlo.
Los avances científicos, la medicina, la evolución de los tratamientos farmacológicos tendrían que estar al servicio de la humanidad. Se supone que mejorar nuestra esperanza y calidad de vida es su principal objetivo. Pero recibir una adecuada atención sanitaria se está convirtiendo en un privilegio al que muchas personas no pueden acceder. Las dolencias se investigan, se tratan o se curan en la medida en la que sea rentable hacerlo.
Por desgracia, los pacientes solo interesan a los sanitarios que les cuidan de forma personal. Me pregunto cuándo, cómo y por qué razón un derecho tan elemental se ha transformado en un lucrativo negocio.