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Reserva anticipada

13/04/2025
 Actualizado a 13/04/2025
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Cualquiera que haya intentado reservar en la red entrada para alguno de los monumentos más nombrados del mundo se habrá dado cuenta de ello: las primeras opciones y a veces casi las únicas derivan a intermediarios, ofrecen precios más caros o copan las únicas opciones. En Italia, cuna del turismo cultural, esta práctica es tan vieja y común que hasta sorprende la noticia de esta semana sobre la multa a varias webs y negocios cuya intermediación encarecía las visitas y monopolizaba las reventas para lugares como el Coliseo romano, mediante el uso de ‘bots’ y demás argucias informáticas. 

Desde que el acceso a los lugares culturales más notables se ha convertido en acicate y práctica irrenunciable de muchos viajeros, el negocio del ocio está poniendo en cuestión uno de los derechos fundamentales de todo ciudadano, el acceso a la cultura, en la parte más delicada: su precio. No me refiero a la degradación de la experiencia cultural por causa de la masificación de muchas de esas visitas, pues se trata en ese caso y sobre todo de fallos en la gestión de afluencias que, por descontado, tienen derecho a esa visita, fallos tanto físicos, en cuanto aglomeraciones, como de planteamiento, por la promoción incontrolada de taquillazos culturales. Quiero referirme ahora a la conversión inmisericorde en dinero contante y sonante de todo patrimonio cultural célebre y con audiencias: en cuanto existe una demanda pública suficiente se coloca una máquina registradora. En muchas ocasiones a despecho de las propias leyes, que desde hace décadas protegen derechos de acceso libre y gratuito a esos monumentos (no se olvide: recuperados y mantenidos con dinero de todos), derecho burlado por tirios y troyanos, léase privados y eclesiásticos, como, sin ir más lejos, puede comprobarse en esta provincia con los lugares más nombrados. Se diría que las leyes están para cumplirse unas más que otras, pues las de patrimonio cultural adornan mucho, pero se usan menos. O solo según para qué y a quién.

Todo ello, además y por supuesto, cambia definitivamente la imagen y el ‘espíritu’ de un lugar. Cuando se empezó a cobrar en los templos mayores y a mirar mal a quienes pretenden pasar allí unos minutos de concentración religiosa o de otro tipo, se les convirtió en sitios muy distintos, con otros nombres y apellidos. Los mismos que pueden darse a las gradas de pago para ver procesiones que apenas dejan paso e importunan a tantos ciudadanos. Algo parecido puede decirse de otros frentes culturales como las universidades o las fundaciones.

Hace cuarenta años Sánchez Ferlosio parafraseaba una frase teatral que suele atribuirse (erróneamente) a Goebbles y escribía: «En cuanto oigo la palabra cultura extiendo un cheque en blanco al portador» para criticar una forma de cultura subvencionada en tiempos muy otros. En 2025 podríamos escribir que en cuanto esa palabra suena mucho se disponen tarifas, localidades vip y ofertas pronto pago.

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