Félix Cuéllar

El regalo invisible de las Navidades

26/12/2025
 Actualizado a 26/12/2025
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En los pueblos, cuando se encienden las luces y la plaza empieza a oler a castañas, parece que todo nos empuja a ‘hacer’: comprar, correr, organizar, quedar. La agenda se llena y el corazón, a veces, se queda igual: con la misma prisa, la misma preocupación o mayor que el resto del año y ese pensamiento silencioso de «tengo que estar bien».

Pero la Navidad no es un examen de felicidad. Es, como mucho, un espejo. Y lo que refleja no siempre es perfecto: refleja ausencias, cansancio, tensiones familiares, cuentas que no salen, comparaciones que duelen, soledades que pesan más cuando el mundo insiste en que «hay que celebrar». No hay nada raro en sentirse así. Lo raro es creer que debemos fingir lo contrario.

Volver a casa en estas fechas también es volver a un papel antiguo. Sin darnos cuenta, el adulto se vuelve hijo, nos ponemos una armadura sin necesidad, la conversación se atasca en lo de siempre. A veces discutimos por lo pequeño porque no sabemos nombrar lo grande: el miedo a defraudar, la necesidad de reconocimiento, la tristeza de lo que ya no se puede repetir. Por eso conviene recordarlo: nadie llega a la mesa siendo solo «lo que dice»; llegamos con historia.

Quizá el aprendizaje más valioso de estas fechas sea sencillo y, por eso mismo, difícil: volver a estar presentes. Presencia no es estar en la misma mesa; es mirar de verdad. Es escuchar sin preparar respuesta. Es dejar el móvil boca abajo, aunque nos cueste, y escoger a la persona delante antes que a la notificación. Es preguntar «¿cómo estás de verdad?» y aguantar el silencio sin correr a rellenarlo.

Este año me propongo –y te propongo– tres regalos que no caben en una bolsa:

El primero: un «no» dicho a tiempo. No a planes que nos vacían, no a gastos que nos aprietan, no a conversaciones que solo buscan tener razón. Poner límites no es egoísmo: es respeto por uno mismo y por los demás. A veces el gesto más navideño es proteger la paz.

El segundo: una verdad pequeña. «Estoy cansado». «Te he echado de menos». «Me he sentido solo». La honestidad, cuando es humilde, no rompe: ordena. Y nos permite pedir lo que necesitamos sin exigirlo.

El tercero: un gesto concreto. Llamar a esa persona que siempre deja para «cuando tenga un rato». Visitar al vecino mayor. Acompañar a quien está pasando un duelo sin intentar arreglarlo. Solo estar. Porque hay dolores que no se solucionan; se acompañan.

Y, si te sirve, un ritual de diez minutos: antes de salir de casa, respira y pregúntate qué quieres sembrar hoy. ¿Calma o prisa? ¿Orgullo o cercanía? ¿Control o cariño? Luego elige un detalle coherente: dar las gracias en voz alta, ceder una discusión, ofrecer ayuda sin esperar aplauso.

Puede que no cambiemos el mundo en las Navidades, pero sí podemos cambiar el clima de una casa: con menos exigencia y más ternura. Si la Navidad tiene un sentido, quizá sea este: recordarnos que lo importante no se compra. Se practica. Se da. Que salga humano aunque no salga perfecto

Felices fiestas, con calma.

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