Vivimos un tiempo en el que las convicciones pesan más que los argumentos. El votante ya no busca soluciones, sino identidades. Las etiquetas sustituyen al debate, y la vehemencia se impone sobre la razón. En ese contexto, ser moderado se ha convertido casi en una excentricidad, porque lo que hoy moviliza no es el consenso, sino la fe política.
Las sociedades se mueven históricamente como un péndulo. De la rigidez a la permisividad, de la revolución al orden, del mercado al Estado. Tras décadas de hegemonía de lo políticamente correcto, emerge una reacción que empuja a muchos ciudadanos, sobre todo jóvenes, hacia los extremos (no necesariamente extremismos) del espectro ideológico. Posturas radicales, firmes, que prometen una ruptura con el discurso tibio y acomodado que ha dominado la política reciente. En el fondo, hay motivos materiales. La progresiva desaparición de la clase media ha alterado la base emocional y económica sobre la que se asentaban las democracias liberales. La vivienda es inalcanzable, los sueldos apenas cubren los gastos y la capacidad de ahorro es una quimera. Ante eso, las fórmulas de siempre ya no resultan creíbles, y muchos votantes buscan soluciones «no convencionales», aunque impliquen saltar al vacío.
El fenómeno es global. Desde el regreso de Trump, a la aparición de líderes de izquierda radical en ciudades como Nueva York, lo que se repite es el mismo patrón: la erosión de la clase media y el desencanto con los partidos tradicionales. Ante la acción de un lado, llega la reacción del otro, como si la política mundial se hubiese instalado en una especie de sismógrafo moral en permanente movimiento.
Y en medio de todo eso, los partidos de siempre han perdido atractivo. No porque sus políticas difieran tanto de las nuevas, sino porque ya no saben contarlas. Hoy no se premia el matiz, sino la contundencia. La ciudadanía quiere certezas, no equilibrios. Lo que antes se llamaba «moderación» hoy se percibe como debilidad. Resulta difícil atraer votantes vendiendo sensatez en un mercado dominado por los eslóganes de trinchera.
Desde la izquierda se ha hecho una lectura propia del fenómeno. Su relato sigue siendo el de los defensores de los pobres y los desheredados, pero el problema es que, si un partido se autoproclama «el partido de los pobres», su interés objetivo no puede ser reducir la pobreza, sino ampliarla. Cuantos más pobres haya, más amplia es su base electoral. De ese modo, en lugar de fortalecer a la clase media, terminan contribuyendo a su destrucción. Una paradoja que no parece preocupar mientras siga funcionando en las urnas.
La consecuencia de todo esto es una polarización creciente, un alejamiento progresivo entre bloques que ya no dialogan, sino que discuten. La política ha dejado de ser un espacio de gestión para convertirse en un territorio emocional. En este clima, ser «radicalmente moderado», no es una propuesta ideológica ni atractiva ni motivante, resultando hoy lo más alejado de lo electoralista.