03/05/2025
 Actualizado a 03/05/2025
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La de expresiones que protagoniza esa luminosa luz que admiramos desde tiempos inmemoriales. Desde antes incluso de que aparecieran los intermediarios cableados; cuando la única posible llegaba directamente desde el sol, obligando a los viejos arquitectos a planear sus monasterios con ventanas de poyete inclinado, no vaya a ser que los monásticos no puedan atisbar lo que pisan sus pies al caminar sobre el suelo.

Ventanas ya alineadas, bien rectos sus poyetes, la luz se ha resignado a tomar otros significados en tiempos de resignificación. Se ha visto relegada a no ser más que eso que alimenta nuestros coches, nuestros patinetes y esos teléfonos sobre cuya pantalla nos pasamos la vida deslizando el dedo, rehuyendo incluso el esfuerzo de apretar. Pantallas sobre las que nos pasamos la vida pulsando sin pulsar.

Pero resulta que al Siglo de las Luces no se le bautizó como tal por nada parecido a la electricidad. Aquella luz, esplendorosa en una poesía a la que sacan lustre tantas expresiones, poco tiene que ver con la que el lunes hizo que nos lleváramos las manos a la cabeza. Esa luz cabrona se fue sin despedirse transformándonos en inútiles. 

A mí la primera; si a cada rato traicionaba al libro de turno arrebatándole mi mirada para prestársela al móvil que había de ojear por si, desde su sistema adormecido, arrojaba algo de luz sobre lo que estaba pasando. Casa segundo lo refrescaba en un gesto del todo paradójico tratándose de un dispositivo tan delicado que ni se puede mojar. 

Y algo hemos debido de hacer mal si todo se resume en ella; en ese lado técnico de la luz y no en su poesía, que ya parece ausente. Y su ausencia es razón para que a este no se le pueda llamar el Siglo de las Luces; esas que le faltan a quienes lo dominan hablándonos a nosotros sin saber apenas pronunciar palabra. Leyendo siempre textos que no escriben. Aprendiendo de memoria discursos programados para incendiar; para gustar a quienes ya gustan. Anhelando ser ordenadores.

Así empieza la semana: con la luz –con su falta– como protagonista. Pero, como nunca es como empieza sino como termina, mejor atender a su final. 

En el final no escasean las luces. Las desprenden esos faros que tanto alumbran en momentos de lobreguez. Esos faros que encarnan nuestras madres, siempre dispuestas, siempre resilientes; elegantes hasta más no poder, da igual el atuendo. Su electricidad es la que nos eriza la piel, la que nos consuela impreganada de una sabiduría sin prolegómenos y de un amor que no busca rédito, crédito, condición alguna. Son ellas las que personifican la poesía, pues en un acto de justicia poética fueron las que nos dieron a luz. Y qué bonita y qué acertada la expresiónporque ellas son las únicas luces que, al apagarse, puden sumirlo todo en la más absoluta oscuridad. 

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