Creo que ya he escrito otras veces (uno tiene sus obsesiones) sobre este extraño tiempo en el que vivimos, en el que lo nuevo y lo viejo se enfrentan, o se ignoran, minuto a minuto, segundo a segundo. Desde luego, ya habrá sucedido en otros muchos momentos de la historia. Se suele decir que no hay periodo más peligroso y complejo que aquel en el que lo nuevo no ha llegado del todo y lo viejo se empecina en no morir todavía. Parece que nos encontramos en un momento así. La modernidad quiere abrirse camino, porque así se construye el futuro, pero hay una parte de la sociedad que insiste en tirar hacia atrás, con fuerza inusitada, por cierto, propugnando el inmovilismo y la desconfianza sobre todo lo nuevo, aunque no tenga mucha idea de esas cosas nuevas. Aplica aquello de más vale lo malo conocido, etc.
No es que yo crea que todo lo nuevo es necesariamente bueno. Claro que no. Pero sí sé de cosas que han probado su escasa eficacia, por decirlo suavemente, y aun así se resisten a desaparecer. Y cuentan con defensores a ultranza, que suelen justificarlo todo mediante la costumbre o la tradición, como si hubiera que dar por hecho que toda costumbre es defendible. Reconozco que no soy muy tradicional que digamos, nunca lo he sido, pero respeto la celebración de las leyendas, los mitos, las creencias, en fin, aquello que produce una especie de continuum cultural y social, que construye las sociedades a lo largo del tiempo y las dota de andamiaje, de identidad, tantas veces a través de relatos e historias incomparables, ya sean reales o ficticias, qué más da a estas alturas. Lo importante es no hacer de ello motivo para el enfrentamiento.
Hay algunos aspectos de la última modernidad que han entrado en crisis, quizás porque han ido demasiado lejos, sin medir las consecuencias. Por ejemplo, el afán puritano y moralista que envuelve a una gran parte de la sociedad contemporánea. Llama la atención que la expresión artística, y la expresión en general, esté mucho más vigilada hoy que hace un siglo, hasta el punto de que la censura (y la autocensura, que es seguramente peor) se ha infiltrado hasta en los lugares más aparentemente intelectuales y elevados.
Libros prohibidos, maquillados, reescritos sin el menor sonrojo, corregidos sin permiso del autor (algunos ya muertos, claro, con poco que decir al respecto, como el pobre Dahl), cuadros descolgados o vistos con recelo por no sé qué policía del pensamiento… Y, por supuesto, al tiempo que las obras artísticas se escrutaban con criterios impropios del mundo libre, sus autores también eran, con celeridad, criticados, censurados o cancelados, como se dice ahora. Tal vez sea una moda pasajera, porque tarde o temprano algo de lucidez se irá imponiendo, pero se trata de un buen ejemplo que habla de esa cierta estrechez intelectual de este tiempo, de ese afán de ser más papistas que el papa en cuanto nos dan ocasión, de este talante mezquino (y pueril) que es capaz de poner en entredicho la libertad artística, como en los peores tiempos de nuestra historia (algunos, por desgracia, no tan lejanos).
Pero, a pesar de todo, uno es un entusiasta de la modernidad, del progreso (siempre que lo sea de verdad), amigo del vértigo creador que tantos autores geniales nos han dado, imponiéndose repetidas veces a oscuros censores y acérrimos moralistas de la peor especie, incluso pagando con sus vidas o con su libertad. Tenemos que estar agradecidos a los que han creado tanta belleza, y a los que se han opuesto, ya digo, no sin riesgo, a los caprichos autoritarios, tantas veces basados en supercherías, o en tradiciones que no merecerían tal nombre, o en costumbres que, al parecer, la gente no puede poner en cuestión. Vivimos este instante de incertidumbre y cambio (la historia está llena de ellos, no lo olviden) como quien camina sobre arenas movedizas, pero así son las revoluciones y las transformaciones profundas: siempre hay alguien en contra.
A pesar del ansia de futuro, y de las grandes innovaciones tecnológicas que vivimos, hay una gran corriente global que se opone a lo intelectual, que defiende la ignorancia (productiva para muchos, es cierto), y que, de alguna forma, va minando las sociedades más avanzadas. Está sucediendo en Europa, y, desde luego, en Estados Unidos, hasta el punto de que algunos países parecen divididos de manera drástica, enfrentados, polarizados si quieren, una estrategia que se está enquistando de manera peligrosa en la política. No hay progreso sin cooperación, sin acuerdos. Y esta es una de las grandes amenazas a las que nos enfrentamos: necesitamos liderazgos políticos de altura, no tuiteros pertinaces ni sermoneadores maniqueos. La política tiene que ver con los logros sociales, nunca debe devorarse a sí misma, convertirse en protagonista de su propio relato, hasta entrar en bucle.
No sólo se encienden todas las alarmas con este crecimiento preocupante del autoritarismo global, que bebe de la insatisfacción de algunas sociedades (a veces te preguntas qué ha pasado con nuestra estupenda educación, con nuestro supuesto espíritu crítico). En plena revolución tecnológica, que apunta al espacio, que descubre agua en Marte, que busca comprender el universo, es decir, en plena ebullición de lo que podríamos llamar el futuro, en este planeta se desencadenan guerras que no se diferencian tanto de las de hace un siglo. Ya es un grave síntoma de fracaso que las guerras no hayan desaparecido, que la especie humana no haya generado la suficiente empatía hacia sus semejantes como para comprender que matar y destruir no lleva hacia ningún lado, sólo hacia la desgracia de la gente. Tal vez el cerebro humano necesite algunos miles o millones de años más para comprenderlo. Esta es una paradoja del futuro, pero también sucedió en el pasado. Grandes avances se producían al tiempo que las personas morían de manera brutal.
El mundo gira y avanza mientras hay gente que, en medio de estas grandes transformaciones, muere como si estuviera en la Edad Media. Resulta descorazonador. Es difícil de entender. Llama la atención, sin embargo, que muchos de esos nuevos autoritarismos abominen de la amenaza climática, cuando es, probablemente, un peligro superior al de sufrir una guerra. Y ahí tienen ya el gran temor que se ha desatado con la Inteligencia Artificial, cuyo desarrollo no ha hecho más que empezar. En Davos, Sam Altman, el CEO de ‘OpenIA’ (sí, el del ‘ChatGPT’), advirtió que «esta tecnología es muy potente y podría salir mal». Pero todas las revoluciones implican su riesgo. El futuro no va a detenerse, eso seguro. Aunque, eso sí: conviene ir con cuidado.