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Profesiones con presente: el odiador

14/12/2025
 Actualizado a 14/12/2025
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Odiadores siempre ha habido, la ojeriza es tan humana como la gastronomía o los fines de semana. Pero odiar se ha convertido en actividad profesional, remunerada o no, cotizante o no. Y anda desatado ese gremio, hasta el punto de que no falta argumento sin su réplica, siempre chispeante, ni intervención sea donde fuere, sin su generosa y efervescente contribución. La sal de la tierra. ¿Para cuándo un estatuto profesional, unas normas del gremio, un código de conducta? Para ciscarse en ellos, claro.

Propondría, si me preguntaran (que no lo hacen, pero tanto me da), un par de requisitos para el examen de ingreso. Habría que demostrar la posesión de tiempo sobrado destinado a las interminables guardias e imaginarias que exige tan absorbente afición. Quizás por eso la palabra odio se asemeja a ocio (en latín también: odium/otium) porque solo quien dispone de tiempo -y se aburre mucho- puede permitirse un odio como es debido, con sus expresiones vejatorias y su manera resentida de ver las cosas. Además de un vicio, odiar atarea. En segundo lugar, exigiría incansable empecinamiento en seguir las evoluciones,  trabajo y milagros de la persona, personas, actividades o ideas aborrecidas. Al no tener vida propia, las ajenas justifican cuanto hacen, profieren y no callan estos personajes. Y, en tercero, las anteojeras, que no hace falta explicar, pues se entiende que el odio no es ciego sino asno.

Hay odiadores de ideas y de personas. Estos últimos son neuróticos de cercanías, como un moscardón: no pica y te acostumbras. Los de ideas son más cándidos, que se sepa nadie convence a nadie de nada, así que su matraca suena como el runrún del ventilador: refresca saber de qué lado estamos. 

Odiar en público sale barato. Basta con disponer de un ordenador y, muchas veces, un pseudónimo que oculte y caracterice al portador como personaje rebelde y gárrulo, ¡oh, yeah! Ese anonimato llena las redes de faltas de ortografía y de respeto, a menudo asociadas. Otros firman Smith o García como si fueran alguien. Antes esta gente mugía en los bares entre caña y solisombra haciéndose oír (no escuchar) por amigotes imaginarios. Ahora tampoco tienen más parroquia, pero se dan por aludidos en cualquier circunstancia.

Que cueste poco no quiere decir que sea rentable odiar. Es un producto de ocasión: plástico malo, sin garantía, calidad o referencia. De esos que se compran en una emergencia, para una broma o porque no se tiene otro remedio. Este último es el caso de los odiadores –¡haters!- profesionales: no tienen otro remedio. Recuerdan a la gente que rompe cosas, pisa jardines, abolla coches o quema libros. Si tienes la mala leche como para escribir reseñas faltonas, hacer de tu opinión un sumidero o mostrar tu ánimo de ofender a la mínima y con manía persecutoria es que no puedes permitirte un producto mejor. No odie, que es Navidad.
 

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