El reconocimiento oficial de los fallos en el funcionamiento de las pulseras antimaltrato ha desatado, como es lógico, toda una cascada de reacciones.
Que pueda haber errores puntales es comprensible. Que dichos errores sean masivos y se ignoren de forma sistemática carece de justificación.
Más aún cuando así se pone en juego la seguridad, o la vida, de cientos de víctimas.
Por supuesto, las administraciones implicadas en el asunto han empezado por echar balones fuera y responsabilizar a los demás de semejante negligencia. Lo de corregirla de forma eficiente me temo que será más lento, es cuestión de prioridades.
Parece que hace tiempo que se venían notificando incidencias, se había solicitado que lo referente a la protección de las víctimas de maltrato fuese gestionado por empresas públicas. Claro que, como en otros muchos casos, lo público no resulta rentable. No genera tantos ingresos como dejarlo en manos de empresas privadas. A pesar de la evidencia de que podría desempeñar esa tarea de forma más eficiente y rigurosa.
Otro ejemplo de que los intereses políticos y económicos se ponen muy por encima de la seguridad y la salud de las personas lo tenemos en las leyes que influyen en los alimentos que los consumidores nos llevamos a la boca.
Me refiero a las quejas de los productores de papas canarias. Ellos cultivan ciñéndose a una normativa estricta que encarece el producto final. No pueden competir con lo que llega de otros países sin control sanitario, mucho más barato.
Ocurre con diversos alimentos generados por nuestros agricultores y ganaderos que cumplen con todos los requisitos a rajatabla.
Es una situación injusta que, además de repercutir en su economía, nos pone en riesgo, porque somos lo que comemos.
Tal vez algún día las personas empecemos a ser tenidas de verdad en cuenta a la hora de gobernar y legislar.
Menos hipocresía. Que lo de la igualdad, feminismo, respeto al medio ambiente, cuidado de nuestra salud y calidad de vida sea real, no solo por el qué dirán.