Cuando este pasado miércoles le vi venir caminando por el Campus me dio un vuelco el corazón. Sí. Era él. ¿Sería posible que al final lo lograra? En esa acera solo hay dos Facultades. Y en ese instante en su caminar, él estaba llegando a la altura de la de Filosofía y Letras, con lo que supuse, solo podía venir de Derecho.
“Si estudiáis podréis ser abogados, ingenieros, astronautas…” “Profesora, yo quiero trabajar en el campo”. “Pues también, pero que te den la oportunidad de elegir en libertad”. De ese modo, Louise Violet, una maestra parisina, que en 1889 llega a un recóndito y apartado pueblo de la campiña francesa, se dirigía a sus temerosos alumnos sembrando en ellos la semilla de la esperanza en que otro horizonte era posible. Se trata del film franco-belga “La primera escuela” de Éric Besnard que puede verse estos días en las pantallas.
Escenas de tristeza, desolación e incertidumbre en los semblantes rudos de los campesinos, ante la llegada inesperada y rechazada de una maestra de ideas republicanas y además de sexo femenino. Doble delito para un territorio donde la religión se vivía de manera cruda, maquinal y descarnada. La maestra llega con un curioso puesto multitareas, ya que su labor docente lleva aparejada la de secretaria de ayuntamiento, sacristana y enterradora. “Es la ley” advierte el alcalde. “También es la ley que los niños acudan a la escuela” replica la maestra y sin embargo llevo varias semanas aquí y solo hay un letrero que reza “École” y un establo – no había edificio para los niños – vacío”.
Se suceden estampas salpicadas de niños inexpresivos que evocan aquellos recónditos parajes de la “Tierra sin Pan” de Las Hurdes, retratadas en 1933 por Luis Buñuel, donde los niños que acudían a la escuela lo hacían buscando la paga y el pan que un maestro tan pobre y destartalado como los propios alumnos apenas podía dispensarles.
Pero Louise, no podía cejar en su empeño, y al modo de Sócrates deseaba hacer visible el anhelo de sabiduría que cada niño atesora dentro. Y precisamente en un alumbramiento estuvo la clave del cambio por parte de los esquivos habitantes.
Pero no cometeré la torpeza de seguir contándoles el argumento, por si deciden ir a verla.
Volvamos con el que caminaba por el Campus. Su amplia y luminosa sonrisa lo decía todo.
Recordé cada una de las veces que le llamaba “Sr. Letrado”, porque levantaba la mano con garra, con audacia, con fuerza; y se expresaba con la firmeza del que no tiene miedo; con la decisión del que ha decidido empujar la losa que pretende mantenerle a ras del suelo cuando otros le arrinconan “siendo de fuera y extranjero sin recursos lo tienes difícil”. Pero Él ha decidido volar alto.
Bien, chaval, no dejaste que ningún dedo acusador diera al trasto con tus sueños.
Porque nadie puede robártelos. Y la escuela es un buen lugar para iniciar el vuelo.