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El Premio Nobel, ese gran objeto de deseo (o no)

13/10/2025
 Actualizado a 13/10/2025
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Las palabras de Donald Trump reivindicado su derecho a recibir el Premio Nobel de la Paz, mayormente por esa paz urgente, y esperemos que no efímera, en Gaza (después, eso sí, de la práctica destrucción total de la zona por parte del actual gobierno israelí), causaron asombro, y, en algunos casos, bastante hilaridad: mal contenida. Nada nuevo, si de Trump se trata. 

Claro que el Nobel de la Paz es a menudo muy polémico, y, a la vista está, lo sigue siendo. Muchos creían que Trump podía llevárselo esta vez, sobre todo si eso ayudaba a que el mandatario estuviera de buen humor, y no acometiese, en plena frustración, una nueva serie de aranceles despendolados, o algo peor. Como la premiada ha sido finalmente una buena amiga suya, según sus propias palabras, no se ha podido quejar demasiado, pero no ha dejado de remarcar, lleva semanas haciéndolo, que él lo merecía, que ha parado ya siete u ocho guerras, guerra arriba o guerra abajo: lo que sucede es que ‘ellos’, signifique eso lo que signifique, no se atreven a dárselo. ¿‘Ellos’ significa la ‘terrible Europa’? No lo descarten.  

Ya que la polémica siempre rodea a la concesión del Nobel de la Paz, como decimos, sobre todo cuando se otorga como reconocimiento a la mediación en un conflicto concreto (en su día Kissinger lo aceptó, pero no el vietnamita Le Duc Tho), y puesto que sólo ofrece un rostro más amable cuando el premiado (o la premiada) es activista de renombre, o una sólida organización, prefiero echarle un ojo al Nobel de Literatura, más de mi negociado. Pero recuerden que tampoco está exento de discordias. 

Todos los años el personal parece lanzarse a una porra ambiciosa: adivinar quién va a ganar el Nobel de Literatura. Y, sobre todo, adivinar quién no lo ganará una vez más. También hay casas de apuestas que sacan sus listas. Veo mucho morbo en ello, pero me aplaca el ánimo saber que hay algo de la cultura que preocupa tanto a tanta gente, aunque sea la concesión de un premio. Si los galardonados en nuestro Leteo (local, pero tan universal) pueden servir de hoja de ruta, porque acumula ya una nómina de autores de referencia mundial, lo cierto es que acertar el nombre del premiado en Suecia se presenta siempre como todo un reto. Hay nombres que se repiten hasta la extenuación, que permanecen ahí, inasequibles al desaliento (de quienes los proponen). La Academia se olvida con el paso del tiempo de muchos, de algunos, pero siempre hay algún nombre de esos tan habituales que, finalmente, lo consigue. Fue lo que pasó con Mario Vargas Llosa.

A veces crees que hay una preferencia por premiar la rareza, por autores minoritarios, quizás conocidos en su comunidad lingüística, o en su país, pero no tan globales. A veces piensas que la Academia quiere sorprender, o rescatar a escritores, sobre todo poetas, que, por lo que sea, se han mantenido en la oscuridad, alejados del foco y de las ventas masivas. Pero, en realidad, lo que sucede es que hay autores que caen fuera de nuestro radar. Y cuántas veces (ha ocurrido estos años) descubrimos su grandeza.

Yo suelo frustrarme cuando mi admirado Mircea Cartarescu no logra el Nobel, como ha vuelto a pasar. Mantuve con él una larga y emocionante conversación hace unos meses, a propósito de la publicación de esa genialidad absoluta que es ‘Theodoros’ (Impedimenta). Ya hablé un poco de esto aquí, en su momento. Cuando le pregunté por las posibilidades de ganar el Nobel, el rumano pasó palabra. Me dijo que prefería no hablar de eso, quizás porque considera que hacerlo puede traer mal fario. Pero debería ganarlo, sin la menor duda. Antes de que sea tarde. De hecho, Lazslo Krasznahorkai, el húngaro que acaba de alzarse con tan preciado galardón, no es ajeno a la tradición cultural de Cartarescu, ni muchísimo menos. Mis buenas amigas y excelentes escritoras, Monmany y Zgustova, consideran a Krasznahorkai un representante legítimo de la riquísima y compleja tradición centroeuropea. Y sí, ellas saben mucho de esa tradición. 

Algo parecido me sucede con Enrique Vila-Matas, nuestro gran autor europeo, no sólo porque París no se acaba nunca, sino porque sus novelas están engarzadas en esos depósitos culturales de la historia de Europa. Tuve la oportunidad de contribuir a la presentación de su última novela, ‘Canon de cámara oscura’ (Seix Barral) al final de la primavera, y, de nuevo, su inquisitiva mirada a los estratos culturales sobre los que construimos nuestra existencia europea se desplegó ante un numeroso público. El aparentemente circunspecto y tímido Vila-Matas es también el gran hombre irónico y divertido que recreó la tradición Joyceana del Bloomsday. Finnegans siempre nos estará esperando, como reflejo de la belleza y el desorden. Ahora bien, del Nobel tampoco dijo ni una palabra. 

Frente al desapego sueco de Sartre o Pasternak, que rechazaron el Nobel por razones diferentes, o esa distancia que se tomó Bob Dylan, que tardó meses en recogerlo, en privado (Dylan, siempre tan inalcanzable: pero hace unos años firmó autógrafos, sin mediar palabra, en la calle del Príncipe de Vigo a algunos viandantes que lo reconocieron), está la pasión mal disimulada de otros por obtener el galardón. Bueno, no hay nada malo en desearlo. El Nobel se gana, pero nunca se pierde. Aunque algunos digan que a Murakami se le está pasado el arroz académico de tanto optar a él. Cela, por ejemplo, al que conocí poco, casi nada, aseguraba que había nacido para ganar el Nobel y que no se iría de aquí sin acudir como premiado a la gala de Estocolmo. No sé si decía que lo merecía más que nadie, como asegura Trump a diario, pero bien pudiera ser. Y, sí, lo ganó. 

Vargas Llosa, mantuvo, desde la discreción, ciertas dudas de que algún día lo ganaría. ¿Demasiado global? Ya referí aquí algunas veces aquella semana larga que tuve la oportunidad de estar muy cerca de él en Reims, donde se le homenajeaba, junto a otros académicos, como el gran Roy Boland. Casi cada día, en la sobremesa de la Brasserie Flo (ahora Excelsior), Vargas nos mostraba su escepticismo con respecto a ser galardonado algún día. Lo hacía con mucha contención, muy ‘off the record’, claro, pero temía que le sucedería como a Galdós, por ejemplo, o al mismísimo Borges. Aunque nunca lo decía de esa manera. Volví a coincidir con él años después en A Coruña, ya premiado, pero no me atreví a decirle: “¿Ves como sí?”. No siempre, claro, los que figuran en las listas acaban cuajando. Lo normal es no hacerlo, porque muchos son los llamados y…

Sólo estuve una vez en el Salón Azul de Estocolmo, de turista. Un día después de la noche del Nobel. Allí estaban los empleados, pasando la mopa y la aspiradora, limpiando la moqueta de adjetivos y sintagmas. Ay.

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