16/08/2023
 Actualizado a 16/08/2023
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«Entre el dolor y la nada, prefiero el dolor» esta cita de William Faulkner me vino a la memoria mientras veía un documental sobre los efectos del consumo de Fentanilo, un opiáceo de fabricación ilícita que desde hace años arrasa en Estados Unidos y no es el único. Llevamos desde los 90 hablando sobre la crisis de los opiáceos, desde que las compañías farmacéuticas estadounidenses desarrollaron analgésicos fabricados con opioides que fueron distribuidos a los médicos y lanzados con campañas de marketing muy agresivas que obviaron la brutal adicción llevaba aparejado su consumo.

La promesa: Eliminar el dolor. El subtexto: acabar con el sufrimiento. El target: una sociedad de entreguerras, del primer mundo y que no desea mirar más allá de sus fronteras ni indagar en la condición humana. Este tipo de droga se ceba en un tipo muy particular de decadencia que aúna la resistencia a la frustración, una vida relativamente «muelle», el ansia de placer y la necesidad de ser productivo y exitoso. 

En definitiva, una «sociedad paliativa» como la denomina el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, en una teoría cuyo foco recae en la fobia al dolor y en la idea de que la sociedad actual no deja lugar al sufrimiento debido a que el dolor ha sido despolitizado, convirtiéndose en un asunto privado y médico. El «sé feliz» se ha convertido, por tanto, una forma novedosa y muy efectiva de dominación y manipulación social. 

El dolor es negativo, sí, pero también suele preceder al cambio necesario y es una señal de alerta, nos avisa de que algo sucede. No es el dolor mismo sino lo que lo provoca, aquello en lo que debemos indagar. Acallar el dolor es como apagar la alarma de incendios en una casa en llamas y volver a meternos en la cama. Hace poco escuché acerca de la analgesia congénita, una enfermedad rara que impide a los que la padecen sentir dolor. Los primeros años de vida de estos enfermos son un rosario de accidentes y lesiones terribles hasta que aprenden a cuidar de un cuerpo mudo. También hay dolores psicogénicos, que simplemente no se encuentran en el cuerpo. Porque no nos engañemos, el cuerpo habla, y esto es un privilegio para los que quieren escucharse. El dolor pone de manifiesto que no somos perfectos, que no todos los deseos están a nuestra mano. La huida radical del dolor nos coloca en una situación muy endeble como individuos, pero también como sociedad y como cultura. Nos pone de rodillas frente a cualquier promesa de evasión y a merced de cualquier forma de tiranía.

Tenemos el reto de encontrar ese delicado equilibrio entre paliar el dolor de los que realmente lo padecen y no convertirnos en una sociedad de muertos vivientes carentes de voluntad. Hemos encontrar un sentido a todo esto, aunque duela. 

 

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