El chirrido desagrada y aturde como proveniente de un lugar maléfico. Las ramas amputadas emergen del tronco clamando mudas con ondas de dolor dibujadas en el tajo. Recuerdan imágenes horribles de guerras, estampas de Goya, pesadillas bíblicas, tormentos. Un árbol vivo es muy diferente a un ser humano, pero la muerte los hermana en una sucesión de instantes agónicos, desolados, que el silencio de aquel convierte acaso en más penosos. Las máquinas que mutilan con estruendo han dejado su figura absurda, descompuesta y abierta en canal, rodeada de briznas y astillas y hojas secas, coágulos y despojos a sus pies. Porque aún sigue en pie, sus raíces escondidas, cuerpo a tierra.
Ayer acabó exhausto y desnudo, suplicante, con los muñones más gruesos alzados a un cielo inclemente. Sus hijuelas, ramajes, hojas se han ido desperdigando o amontonando desquiciadamente. Hoy han terminado el trabajo imponiendo orden, los tocones en una pirámide y la hojarasca hacinada: el catálogo de sus tiempos y mudanzas se ha convertido en leña, serrín, polvo.
Era un individuo espléndido, de generosa fronda, dador de sombra, cobijo, murmullos y alivio. Mitigaba las líneas hostiles de las construcciones humanas y la brusquedad de sus actos con una ligereza vibrante y quieta. Participaba de las estaciones y se plegaba a su designio con esos gestos conmovedores que solo otros apreciaban; pues se ofrecía sin voluntad, precio o conciencia: los otros eran quienes valoraban. Son otros quienes ahora lo tasan y abaten. Porque los árboles son únicamente árboles. Este árbol vivía en un parque y nos es posible imaginar la indiferencia de los árboles vecinos, tal si su destino les importara el mismo bledo que parece importarle al que ahora cae la energía indiferente y metódica empeñada en hacerlo pedazos. El reloj urbano que se alza a su lado se burla de metáforas que les importan nada, antes y ahora. Son solo un árbol y un reloj.
Cortamos árboles como si sobraran o fueran nocivos. Como si no fueran árboles. Hubo un tiempo, incluso, en que fueron proscritos porque la modernidad debía ser ‘dura’, de plazas vacías, para fotos de revista de diseño o cuadros metafísicos. Se desertaba de la broza del campo. Ese tiempo continúa en muchos lugares con la excusa del precio: el enlosado, dicen, es más barato. No es verdad. Y, sobre todo, no debería serlo si queremos vivir donde residimos.
En plena ciudad un ejemplar así podría ser proclamado monumento, un bien más majestuoso y útil, más hermoso, que tanto pisapapeles escultórico, tanta guirnalda de leds y tanta rotonda pendiente de amueblar. Han talado otro cerca de la catedral. Supongo una razón, y estoy seguro de que la hay, para haber perdido habitantes de la ciudad que no engrosan el padrón ni figuran en los continuos lamentos por la despoblación que tanto justifican y de tan poco sirven. Es este un réquiem que de nada sirve. Como todos.