Vivimos en la era del yo. De la política de espejo y cámara frontal. Lo de rodearse de equipos sólidos, dejarse aconsejar por expertos o construir discursos con algo de consenso, es ya cosa de nostálgicos. Ahora manda el que más grita, el que mejor se vende en redes, el que consigue que el foco no se mueva de su cara. Y si hay que inventarse una realidad a medida, se hace.
Trump es el modelo. Omnipresente, omnipotente y con un ego más grande que el Capitolio. Su política arancelaria cambia al ritmo de sus impulsos, pero esta vez ha tenido que recular. ¿Por principios? ¿porque haya leído a Adam Smith en una noche de insomnio? Ni hablar. Lo que le ha hecho torcer el gesto no ha sido la renta variable, sino la renta fija. Los bonos, esos grandes olvidados del relato bursátil, han empezado a mandarle señales de humo. Suben las rentabilidades, caen los precios, y los inversores empiezan a descontar un escenario de inflación y tipos altos más persistente, y con tipos altos y miedo a la inflación, no hay ‘Make America Great Again’ que aguante.
Putin va por libre, en su manual de autócrata de la vieja escuela. Zelenski, mientras, actúa como estrella de rock geopolítica: discursos emotivos, camiseta verde y cámaras. Distintos estilos, pero mismo patrón: el del líder sin freno, sin equipo que le lleve la contraria.
Y luego está Pedro Sánchez, que quiere su parte del protagonismo. Gira internacional: Vietnam, China… y flores en la tumba de Ho Chi Minh, figura bastante discutible si hablamos de libertades. En Pekín, reunión con Xi Jinping para reforzar lazos con una China en plena guerra comercial con EE.UU. Desde Washington, no tardaron en advertir: «una alianza con China sería como cortarse el cuello», dijo el secretario del Tesoro. Pero Sánchez parece encantado con provocar el choque. ¿El objetivo? Que Trump lo ataque, lo mencione, lo eleve al rango de enemigo. Así se pone en su misma liga. Aunque eso nos cueste un lío comercial de campeonato. Pero el ego manda, y los intereses nacionales pueden esperar.
Y esta política narcisista no es sólo patrimonio de los grandes. Aquí en León también tenemos nuestras versiones domésticas. Líderes y lideresas de partidos que ya no hacen política, la dictan. Convocan cuando les interesa, rodeados de palmeros, y si algún órgano del partido se atreve a pedir su turno de palabra, lo apagan. Nada de consejo ni debate. Nada de sumar voluntades. Aquí lo que cuenta es mantener el control, aunque sea a golpe de advertencia. Se ha instaurado la política orgánica epistolar: cartas amenazantes enviadas desde las cúpulas para que nadie en las estructuras territoriales se atreva a pensar por su cuenta. No se buscan aliados, se imparten instrucciones. No se construyen equipos, se blindan tronos.
Esta forma de hacer política, sea internacional, nacional o local, responde más a una pulsión autoritaria que a una vocación democrática. Y va dejando un poso inquietante: el del liderazgo hueco, sin ideas, pero con mucho ego y muchas cámaras.