05/10/2023
 Actualizado a 05/10/2023
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Camilo José Cela seguramente fuera un delator y un fascista, no lo negaré; pero, sobre todo, era un gran escritor y quién no lo reconozca es un sectario; se puede ser un cabrón con pintas en la vida privada y juntar letras como los ángeles. Tenemos, a lo largo de la historia, cientos de casos que, por falta de espacio, excusaré de contaros. Los mejores libros de viajes del siglo XX, bajo mi punto de vista, los escribió él, sobre todo ‘Viaje a la Alcarria’ y ‘Judíos, moros y cristianos’. Cela estuvo en La Vecilla, recuperando la salud, en 1937, en plena guerra civil, en casa de un tío suyo que era registrador de la propiedad’, (como Rajoy), en la capital del Curueño, que, de aquella, era partido judicial. Ahora, todos los que vamos por allí a menudo lo sabemos, es un pueblo sin alma y sin gente que te deprime desde que entras hasta que sales de sus calles. Cuenta Cela que durante varios años mantuvo correspondencia con algunos de los pobres profesionales que recorrían los caminos de la provincia porque eran un pozo de sabiduría, que él, después, utilizaba en sus libros. A ver: no digo que en otras provincias no hubiera pobres, que por desgracia, y en aquel momento de la historia de España (después de la guerra), los había por doquier. Pero aquí, en León, estaban protegidos. Para los que no lo sepáis, en todos los pueblos del alfoz o de la montaña oriental, que es lo uno conoce mejor, había una tradición que era ‘la vara del pobre’. Cuando llegaba un pobre al pueblo o a la aldea, iba a casa del presidente de la Junta Vecinal y éste dejaba a la puerta de la casa que le tocase por corrida, la vara: los propietarios tenían la obligación de dar comida y cobijo al propio durante una noche. La cena, las más de las veces, consistía en una sopas de ajo o en los restos del cocido del almuerzo. La cama (una turca o un camastro), se ponía en la cuadra o en el pajar y así, por lo menos, el fulano no pasaba frío en el invierno.

No digo que ser mendigo en León fuese una bicoca, que no lo era, pero, en comparación con otros lugares en los que no existía la tradición de la vara antes mentada, no había color. Además, los pobres que recorrían las sendas y los caminos de la ribera del Porma, solían ser muy simpáticos y ocurrentes. También, es cierto, los había con muy mala leche, hastiados de su condición, y que no soportaban a los niños y jóvenes que, irremediablemente, cuando aparecían por el lugar se reían de ellos, demostrando que los niños y los jóvenes son crueles de nacencia; pero eran los menos, gracias a Dios. Enrique, el del ‘caldero’, nos contaba historias maravillosas y ‘mercancías propias, transportes al hombro’, era divertido hasta hacernos llorar de risa. Y a la hora de pedir, los había ocurrentes como ellos solos; por ejemplo, había uno que tocaba la aldaba de la casa y después del obligatorio, «Ave María purísima», largaba su eslogan, su carta de presentación: «Soy el tío Manuel, de Villanueva, que dejó de trabajar porque no me gustaba y quiera Dios que nunca me vuelvan las ganas». Si a uno, hoy en día, le viene alguien con esta salutación, le daría la mitad del dinero que tuviera en casa sin dudar.

¿Porqué se trataba en León tan ‘bien’ a los pobres? Seguramente porque la miseria era tan terrible que todos, en su fuero interno, pensaban que podrían acabar igual. También influía mucho la iglesia, que pregonaba que había que atender a los menesterosos. En esto, en las limosnas, no hay diferencia entre los católicos y los musulmanes; es más: ellos lo practican mucho más y en más medida que los católicos y no digamos que los protestantes que son la reencarnación de usurero capitalista. El caso es que los pobres no eran rechazados como apestados o como gente peligrosa que te venía a robar. Deberíamos copiar de nuestros abuelos. Hoy, con la que está cayendo, a poco que se tuerzan un poco las cosas, a poco que al Biden o al chino o al ruso se les crucen los cables y esto se convierta en una hecatombe de manual, los pobres pedigüeños volverán a los caminos y a los pueblos y a ver quién es el guapo que se atreva a dejarlos tirados. Somos, o eso nos dicen, el país más solidario del mundo..., pues demostrémoslo.

Si aparece en nuestros pueblos y ciudades un pobre, un emigrante, un gitano, nos falta tiempo para llamar a la Guardia Civil. Tenemos miedo del diferente, del que no es como nosotros. Es, desde luego, un error, un pecado que se nos tendrá en cuenta el día que arreglemos cuentas con El que manda en el valle de Josafat. La solidaridad, la tan cacareada solidaridad, hoy en día es una quimera, una entelequia, un deshonor. Todos, nos guste o no, somos iguales; no ante la ley, que es un engañabobos, sino ante la naturaleza o ante Dios; pero lo olvidamos, porque nos han comido la cabeza para luchar por conseguir ser más que ‘el otro’; para tener más dinero, para comprar un piso o un coche mayor y más grande que, ¡casualidades de la vida!, nos hará más esclavos, más descastados, más miserables, más ruines..., los más ricos del cementerio.

Decía un paisano de la Urz, en las Omañas, que «quién gasta unas alpargatas pidiendo no volverá a trabajar jamás». Tenía, evidentemente, toda la razón, porque, en los tiempos actuales, es mucho más cómodo, pedir que dar. Menos en España, dónde el Gobierno da sin conocimiento y sin mesura y, al final, lo tenemos que pagar entre todos. ¿No es mucho mejor dar al pobre que llama a tú puerta que al Estado que todo lo jode?

Salud y anarquía.
 

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