Hoy, hace ocho días, este periódico informaba de la actual situación y próximo futuro del remozado Mercado del Conde Luna, que, en su tiempo y en el habla popular, se denominó plaza de abastos, plaza cubierta o plaza del ‘pescao’. Decir plaza del Conde era residual. No obstante, cualquiera de esas titulaturas servía para identificarlo por las familias leonesas, que acudían semanalmente al variopinto recinto techado con el fin de aprovisionarse de viandas, en este caso y de manera fundamental de carne y pescado. También, claro, de quesos, embutidos y casquería, que en León, por costumbre, esto último se conocía como ‘caídas’ o ‘tripicallería’, término coloquial que no recoge la Real Academia. Y hasta allí se acercaban de manera prioritaria los miércoles y los sábados, al ser ‘días de plaza’ o de mercado.
Por aquella las mujeres, que eran mayoría en eso de la compra alimentaria, pasaban, primero, por la Plaza Mayor, donde adquirían los llamados productos de la huerta –provenientes de pequeñas explotaciones familiares en una gran mayoría– por la confianza que para el consumidor llevaban implícita por su cultivo doméstico. Y, además, –que eso era inexcusable– con el toque de tipismo y casi de obligación, cual era el regateo; es decir, llevar siempre la contraria en el precio del producto al sufrido vendedor, con el objetivo de ahorrarse unas perrillas. Y conseguían economizar.
Es cierto que los tiempos cambian y que ese carro llamado modernidad arrasa los caminos. Pero de igual forma lo es, que aquel espíritu de los viejos y entrañables mercados ha ido desapareciendo de una manera brutal y demasiado acelerada, al pasar de cero al infinito en un abrir y cerrar de ojos. Y la verdad sea dicha, –porque no hay otra a la que recurrir– se echa de menos aquella proximidad entre las gentes, que, en el caso de la plaza del ‘pescao’, se palpaba y se vivía de manera familiar. Todos (o casi todos) se conocían por el nombre y su barriada de procedencia y ello le otorgaba un fuste definitivo al trato entre el que vendía y el que compraba.
En otras palabras, el mercado fue testigo preferencial de la intrahistoria reciente de la capital leonesa, donde se produjeron sucedidos y anécdotas, dignas de ser recopiladas para su permanencia indefinida en la memoria. Una de las más sonadas se centró en la época navideña de uno de los años sesenta. La lotería del 22 de diciembre fue el motivo. Y ocurrió que un industrial carnicero, con remoquete aumentativo por su tren inferior, tenía dos números; uno de una cofradía centenaria y otro de la ‘casa’. Y las papeletas las vendía a voleo, dependiendo del taco que tuviese más a mano. Y tocó un premio muy sustancioso. Pero no a todas las clientas, naturalmente. Y se armó la marimorena. De misa cantada. Los improperios llegaron hasta la Candamia. Y nunca más el reprobado industrial volvió a vender lotería. Quedó escaldado.