18/05/2025
 Actualizado a 18/05/2025
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He leído esta semana un estudio muy curioso hecho por investigadores británicos, que empieza como aquellos chistes antiguos protagonizados por un español, un italiano y un inglés. Quizá porque no encontraron otra forma de matar el tiempo, se pusieron a contar pasos y descubrieron que los habitantes de Madrid caminan tres veces más rápido que los de Malawi, pero menos que los de Copenhague. Para recorrer 18 metros, un madrileño tarda once segundos, un habitante de Malawi, treinta segundos y los daneses apenas diez.

Todo esto para decirnos que «cuanto más urbana, moderna, avanzada y tecnológica es la sociedad, más abocados estamos a vivir rápidamente». Y comparando los días, e incluso meses, utilizados antiguamente para hacer ciertas cosas que hoy la tecnología hace en segundos, llegaron a la conclusión de que, cuanto más tiempo ahorramos con los avances, menos tiempo tenemos y más estresados vivimos. Conseguimos más cosas a costa de no disfrutarlas y el sistema nos ha enganchado a un tren que nos arrastra, quieras o no, porque somos piezas de un engranaje llamado capitalismo, que necesita velocidad para existir y nuestra frenética vida es su combustible. 

Según este estudio, mi barrio está en Malawi, aunque no limite con Zambia, Tanzania ni Mozambique, ni produzca bebidas, tabaco y azúcar. Pero no hay problema porque todo eso lo tenemos en los bares y cafeterías, que es casi lo único que nos queda. En mi barrio caminamos despacio, apenas hay tiendas y hasta el Mercadona nos abandonó esta semana. La zona azul aún no nos ha descubierto y tenemos la esperanza de que nadie con mando lea esta columna y envíe a los sabuesos con botes de pintura azul y brochas. En mi calle la gente se apoltrona en la terraza de la cafetería a tomarse un café matutino, con nata y cháchara, después de dejar a los niños en el colegio. Y en la sobremesa, hay partida en la terraza del bar, se les oye cantar las cuarenta, envidar a grande y ese discutir que no es discutir, que forma parte del juego, tan familiar, y monótono, incitando a la siesta hasta media tarde. Habría que comprobarlo, pero creo que nos lleva treinta segundos recorrer los 18 metros. El capitalismo empieza al otro lado del río, aunque León es una ciudad tan mansa que ni en el epicentro se nota la velocidad de ese tren al que vamos enganchados. 

Será por vivir al mismo ritmo que los habitantes de un país en el que se ha remansado el tiempo, pero nos cuesta creer la ocurrencia de que una cafetería te cobre en proporción al tiempo que ocupes la terraza, subiendo la onerosa por minutos, a modo de taxímetro, amparándose en una medida que entra dentro de la «libertad de negocio». Consuela saber que tienen la obligación de informarte antes de que te sientes para poder ejercer la «libertad de decisión». Y hasta pretenden explicártelo con una serie de argumentos que acaban en ‘optimizar su rentabilidad’. Jugando todos a lo mismo y con las mismas cartas, habrá que decidir qué hacer con el dependiente de comercio, del tipo que sea, que dedica horas a clientes indecisos, que al final optan por no llevarse nada. ¿Les cobramos el tiempo dedicado? Sabido es que España vive del turismo desde que el sol alcanzó la mayoría de edad y lo pusimos a trabajar. Y está bien mimar la hostelería, pero no siempre a costa del ciudadano, el mismo que no consigue aparcar porque han cedido aparcamientos para montar terrazas en las que ahora pretenden cobrarles el tiempo. Ya vivimos la ocurrencia del impuesto al sol y lo pagamos hasta que alguien cuerdo lo quitó. Ya solo nos faltaba ver un ticket con el tiempo libre sumado a la consumición, cuando lo que pretendemos es matar el tiempo. Que nos metan prisa y nos pongan el cronómetro para tomar un café ojeando el periódico. Quizá cuando caminemos al ritmo de los daneses, lo entendamos.

Precisamente esta semana, los que no quieren vivir con tanto vértigo, con el tiempo pegado a la espalda y que su vida no consista en consumir y consumir, lamentan la orfandad que deja Pepe Mujica, el hombre humilde y sabio. El político con huerto y sombra en el Rincón del Cerro, a las afueras de Montevideo. El presidente de un país sin traje ni corbata, pero con tractor y azada. El que recibía a personalidades de todo el mundo con ropa desgastada, dignidad y boina, en la más sencilla de las casas y decidió descansar para siempre en su propia tierra, bajo la secuoya, donde un día enterró a su perra Manuela, la de tres patas, como el ‘Perro cojo’ al que Rafael Amor cantaba y recitaba. El perro que tan mala vida llevó en la tierra hasta quedar cojo de las cuatro patas y al llegar al cielo, San Roque le regaló una muleta de plata. Desde entonces, cuando los humanos creemos ver estrellas y luceros, es el perro cojo que, con su muleta, va haciendo en la noche agujeritos de plata. Quizá Manuela ya tenga su muleta y a estas horas, Rafael Amor y Mujica estén tomándose un mate juntos, sin prisas, sonriendo al vernos correr como perros cojos, para que no nos atropelle el tiempo.

 

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