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Paulino el de Campo

09/03/2025
 Actualizado a 09/03/2025
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Hay esquelas que duelen como puñalada trapera. Da igual que leas que ya tenía 88 años, que cuando fuiste a verle en Navidad le encontraste un poco derrotado por la vida, que se diga en los corrillos de alrededor que la vida ya la tenía hecha, que sepas que en los últimos tiempos aquella salud que parecía de hierro se había vuelto como de papel mojado... 

Es lo mismo. Dentro de 50 años, si hubiera llegado a los 138, sería injusto que se muriera Paulino el de Campo, el paisano que bajaba en su Vespino sobre la nieve, tomaba un manchao, hacía la compra y se interesaba por las familias de todos los que encontraba, tenía unas palabras de recuerdos amables para cada uno, cogía la Vespino y regresaba a Campo, a casa.

Paulino llevaba cerca de treinta años (o sin cerca) siendo el último vecino de Campo, en aquella casa en cuesta en la carretera. Siempre le encontrabas trabajando pero sin que le dijeras nada posaba la pala y la ralladera, soltaba el carretillo y te regalaba una conversación llena de sosiego, de sensatez y ajena a toda maldad. Repasaba sin rencor todos los rigores del invierno, lo que patinaba la Vespino, la dureza de sacar el abono por la estrecha senda en mitad de la nevada, el frío, los aludes, los días sin luz... no parecía hacerle mella nada, ni doblegarle, ni infadarle. Era un faro en un mar blanco de nieve, el último fiel al manchao de vino blanco y moscatel.  

Parecía tan necesario como irreductible, aunque el duro golpe de la muerte de Paulinín -el hijo ciclista que todos vimos subir el Pajares y la Collada seguidos varias veces el mismo día sin inmutarse- le apagó unos ojos que hablaban, le robó unas palabras que nunca negaba a nadie, le quitó las ganas de tantas cosas sencillas que alimentaban día a día. Pero siguió adelante porque nunca llevó sus penas al corral de los demás.

Pasar por Campo ya no tiene ningún sentido pues miras la calleja en cuesta y Paulino no baja por ella.

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