Alejandro Diez González

Patria de lumbre y nieve

23/12/2025
 Actualizado a 23/12/2025
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Para dibujar mi patria hay que empezar trazando las líneas fluviales. León se entiende mejor si conoces los ríos. Surcar las riberas del Sil, Órbigo o Porma hacia los cuencos glaciares de la cordillera es un detallado ejercicio de conocimiento del paisaje y el paisanaje. Cada río forma su valle, y cada valle da forma a los pueblos que en él se cobijan.

Pero todo empieza con un copo de nieve, un falampo o faloupo en el país, que cae en los altos puertos y se cuela entre las lleras alimentando fuentes y regando llamargos.

El frío, la nieve, forman parte indiscutible de la patria y la idiosincrasia leonesa. Sin ello, cocinas y llares no serían lo mismo, pues ese aire glacial de Penubina, Talenu, Mustallar o Espigüete entra por corrales y portaladas para sentarse con nosotros en el escaño, obligándonos a prender la lumbre, posar la mirada en los trambos de jaya que se descomponen con el paso del fuego, recordando viejas historias y devolviendo a la vida a los que nos precedieron.

Ya apenas nieva en la patria de las truchas y el urogallo. Si lo hace, no tarda en difuminarse entre las caleyas y llousáos. Pero estos días de navidad en los que el blanco vuelve a pintar las llombas de Xistréu y La Guiana, uno vuelve a su infancia de carbón y bufanda, iluminado todo por un ramín. Y es que en la patria de la cecina y los frixuelos existe una propia navidad, no de vieya del monte, pues nunca bajó a repartir ningún juguete ni alimento en época de nieve, pero sí de ramo leonés, el cual ha conseguido desplazar al todopoderoso árbol de navidad en un épico ejercicio de resistencia local frente a la globalización que nos coloca osos gigantes y esperpénticas luces en cualquier humilde placina de pueblo. 

Yo me siento más en casa cuando la nieve invernal enciende lumbres y cocinas de carbón. Somos gente del frío, como sabiamente recita una canción leonesa, nacidos en pueblos donde las casas se abrazan unas con otras para darse calor, criados con leche y manteiga de la braña, e instruidos en mil y una historias sobre lobos y nevadonas que obligaban a hacer túneles y andar con barajones por los tejados. 

De septiembre a junio el frío convivía con nosotros esculpiendo las buenas cualidades que los leoneses tenemos en la pausada escritura de la melancolía y la inventiva. Características que solo se logran siendo espectador, año tras año y en primera fila, de esa metamorfosis que la naturaleza experimenta al fundirse la nieve con los primeros vuelos de las golondrinas en el espacio aéreo cisastur.

Cada vez llevo peor ese verano ardiente que calcina nuestros montes, y cuando eso llega solo pienso en el regenerador otoño que devuelve la vida a los ríos y los bosques. Cuento los días para que el cierzo cantábrico se deslice por las colladas de Valdosín y Tarna, refrescando los prados del Esla, sedándonos en las viejas camas del pueblo donde el peso de las mantas nos sumerge en placenteros sueños en los que nuestra abuela nos da los buenos días colocando sabiamente la leña en esa eterna lumbre que sigue viva en nuestra memoria, en nuestra pequeña patria de León.

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