26/04/2025
 Actualizado a 26/04/2025
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Llegamos a Escartín jadeantes; sobre todo yo, que en otras circunstancias me hubiera dado la vuelta sin reparos. Pero sentía un grito desde el alto; un aullido que interpreté como la llamada literaria que movía mis piernas, desde el principio entumecidas, rumbo al herrumbroso pueblo. Supongo que algo similar sentirían las gentes que este miércoles fueron atraídas, como engatusadas, hasta esos tomos coloridos, preciosos y preciados que llamamos libros. El Palacio de los Guzmanes fue a ellos entonces lo que a mí fue Escartín apenas unos días antes: la prueba tangible del soberano poder de la literatura.

Y, por entre los serpenteos del barranco de Otal, nos topamos con un perro que se convirtió en nuestro guía. Se movía ligero, de un lado a otro, a pesar de lo frondoso del lugar. Nos llevaba detrás, caminado deprisa –no queríamos perderle la pista– y, por segundos, me pareció que no era cualquier animal. Sentí a ese perro como el que acompaña al último habitante de Ainielle y, ya entre las desaparecidas calles de Escartín, creí ver esos fantasmas que aliviaban la soledad del protagonista de ‘La lluvia amarilla’. Empaticé con el personaje que habitaba Ainielle, que tan cercano pudo ser en relato a tantos otros últimos habitantes de últimos pueblos. Empaticé, sin tener nada que ver con el lugar, en una muestra más del inefable poder de la literatura. 

Es que entre letras se nos pasa la vida. Hasta la historia, al final, no acaba siendo más que eso: una serie de grafemas impresos en las páginas de algún volumen, más o menos ficcionado, según quien los imprima. 

Es que todo lo que importa está en esos libros que adornan nuestros estantes. Todo el conocimiento se condensa en unos párrafos cuyo dueño no pide nada a cambio de los mismos; nada más que prestar la atención suficiente para recibir su dosis altruista de sabiduría. 

Y, por entre los serpenteos del valle de Otal, se escucha el río Forcos magnánimo. Dice que sigamos descubriendo, que volvamos a leer ‘La lluvia amarilla’, que la más vetusta herramienta para negarse al olvido de espacios como Ainielle o Escartín, al dolor de unos años oscuros que parecen dejados atrás, al desconsuelo de sus coetáneos y a la fortaleza de sus madres, es un libro. Susurra que hay que pasar de página, sí, pero que de poco sirve cambiar a un capítulo nuevo si no se recuerda el anterior.

Y el río Forcos sesea entre las piedras. Su voz se mezcla con el trinar de las aves y juntos suenan. Se confunden melódicos con las campanas de la Catedral. El toque es de anuncio y de festejo. Esas campanas bucólicas invitan a celebrar y repiquetean al son de un sutil «feliz Día del Libro». 

O no, espera: no ha dicho día... Su rumor confuso me hace cerrar los ojos y escuchar. Y le oigo decir que «feliz Vida del Libro». Al menos, así me lo parece.
 

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