Qué dispuesta llega a sorprender la comprensión cuando no se la espera! Sólo un paseo hace falta para, de pronto, tener al alcance una empatía que se presenta involuntaria. De repente, es sencillo verse en la piel arrugada del anciano y no prestarse a un juicio sobre su aparente disfrute de unas obras que modifican la ciudad. De pronto comprendes que esa mirada posada y reposada no responde al interés por el trabajo de quienes sudan sobre los andamios; comprendes que su interés reside en lo que ese espacio una vez fue. En lo que fue para ellos y para su ciudad. En lo que esos ancianos vivieron subidos al carro de su historia en particular.
Y, mientras paseas, esquivas los rayos de un sol abrasante tras una señora que equilibra su peso con bolsas de plástico repletas de comida: una en cada brazo. Y las bolsas se menean armoniosas hacia delante y hacia detrás. Hacia el futuro y hacia el pasado. Un movimiento leve que resuena melódico como un tic-tac. Y el sonido te avisa de que el tiempo –quieras o no, lo olvides o no– nunca deja de pasar.
Y recuerdas una niñez difuminada, cuando un día en un lugar de recreativos era un suspiro y el verano aterrizaba inquieto y se hacía eterno hasta el éxtasis de la diversión. Ahora el tiempo, frente a una fachada reacondicionada y aderezada con rótulos excéntricos que te exigen –básicamente– que te pongas ‘fit’, se extiende tanto en la órbita del pensamiento que ni te deja reparar en lo veloz de su paso.
Ahora dejas el paseo y paras frente a esa fachada dichosa que otrora guardara un espacio de ocio sin igual; el paraíso del hedonismo infantil. La suerte de hermano mayor o del hermano pequeño que dejaba a un lado los diminutos rencores fraternales para disfrutar colateralmente del Indiana Bill. Paras y observas cómo el tiempo no lo hace –no para– y te dejas llevar por una memoria difusa a la que hay que agarrarse para poder sostenerse.
Ni rastro queda del Indiana Bill; su recuerdo, como mucho. Ni rastro queda de tardes henchidas de presentes sin miedo al futuro y sin ninguna intención de mirar atrás. Y así comprendes que el tiempo pasa y pasa y sigue pasando, sin dejar rastro, hasta que ya no puede pasar más.