Ayer vi a Julia. Hacía tiempo que no la veía. Hablé de ella hace años, después de visitarla y ver cuatro bolas navideñas anidando sobre un pequeño colchón multicolor. En realidad, eran restos de aquel espumillón que hace dos décadas, cuando llegaban los nietos de Bilbao, bordeaba cada objeto y formaba arcos por las paredes, invadiendo la casa. Al acabar el zafarrancho, Julia y Tomás se miraban satisfechos pensando lo mismo: ya pueden llegar los chavales, está todo listo. Nunca sospecharon que la decoración no era lo suyo y aquellos ojos desorbitados de hijos y nietos al llegar, no eran de admiración. Ahora que Tomás vive en un retrato y los nietos pasan estas fechas escalando, la Navidad se agosta en un rincón de la salita, tan serena como Julia, que ya no están los huesos para andar encaramándose y colgando nada, ni los adornos supervivientes dan para mucho. Llevan con ella casi tantos años como su alianza. Los compró cuando nació el mayor y ya sabemos que a esta mujer todo le dura una vida, incluida su propia vida. Ahora todo cabe sobre la cómoda. Junto al retrato de Tomás, el nido de colores con las cuatro bolas desconchadas y a su lado, sobre el tapete de ganchillo recién almidonado, las tres figuritas del Belén. Abre la caja de zapatos como quien abre algo sagrado. Coloca la Virgen casi con fervor y a San José, con un brazo eternamente en alto y la mano entreabierta, delatando la vara que sujetó hace años y se perdió, como se perdieron las ovejas, que Tomás llamaba descarriadas al notar su falta. Hace mucho que el Niño duerme sobre un trozo de algodón, que ella renueva primorosamente, desde que los cuatro palitos que hacían de cuna-pesebre cayeron en manos del pequeño. Y aun así, no cabe más dignidad en un Belén.
Las lindes de su vida coinciden con el empedrado del puente de San Marcos. Hasta allí llega su paseo. El otro lado del río es un mundo grande que Julia ignora. Ella, que vive estas fechas en la penumbra del barrio, con las mismas farolas melancólicas de siempre, no sabe de navidades de cuarenta días, ni podría entender que 1.7 millones de luces LED lleven encendidas desde noviembre. La burbuja en la que vive es más pequeña y modesta, aunque sea la misma ciudad. Nunca entendería que se necesite tanto brillo para celebrar nada y si le hablas de tener más luz, te cuenta que ayer fue Santa Lucía y que “Por Santa Lucía enchica la noche y engrandece el día”. A ella con eso le basta y le sobra, una luz creciendo pasito a pasito, al mismo ritmo que ella vive y camina.
Julia es una rebelde sin saberlo. No consiguió atraparla el capitalismo ni le han hecho sentir que necesita cosas innecesarias. La prisa que la rodea no le afecta y ha preparado su particular Navidad con la misma calma con que vive. Esta semana la vi dirigirse al único buzón del barrio, porque apenas se encuentran buzones –me dice–. Allí parada, revolvió en el bolso y sacó unos sobres. Después, haciendo malabares, dejó su cuerpo al descubierto y colocó el paraguas sobre el tramo que había entre el buzón y ella, para proteger las letras en las que dice a sus hijos y nietos que está bien, que no se preocupen y que Feliz Navidad y Año Nuevo. Y en ese momento desearías conocerlos para contarles el detalle de que llovía y ella quedó a la intemperie para cubrir los sobres hasta la boca del buzón, protegiéndolos de la lluvia como se protege a los hijos. Esto me hace regresar a la decoración de nuestra ciudad, en la que destacan “los paraguas de luces” ubicados en cinco puntos estratégicos. Pero yo no he visto un paraguas con más luz que el de Julia, protegiendo las postales navideñas de sus seres queridos.
Después entramos en la misma tienda, sin opciones, porque es la única que nos queda en el barrio. Mira silenciosa un saquito de castañas y pregunta el precio. Dice que le gustan tanto… «Bien cocidas y blanditas, solucionan una cena con un vaso de leche, pero este año escasean por los incendios del verano y están muy caras». Pide media docena de polvorones y media de naranjas, mientras sigue mirando de reojo las castañas. Entonces recuerdo la historia que nos contó en su día.
Para ella las naranjas son algo especial en estas fechas porque la primera que comió fue con 19 años, en una Nochebuena. Acaba de hacer su compra navideña, a la que alguien añadió unas pasas, turrón de yema y una bolsa de castañas. Se fue con una sonrisa tímida, que significaba «gracias». Así es Julia la rebelde, la que adorna la casa con restos y queda perfecta. La que envía postales navideñas y hace trabajar al cartero como se hizo toda la vida, porque decirlo por teléfono no es lo mismo.
Una superviviente fiel a sí misma, que no cae en la trampa del falso calendario de San capitalismo. El Belén solo abandona la caja de zapatos en la fecha que debe.
Un año más, Feliz Navidad Julia. La tuya. La auténtica. Gracias por demostrarnos que con tres figuritas, media docena de polvorones y unas postales, se puede mantener la Navidad intacta. Tal como era. Feliz Navidad a todos.