Los que me seguís cada semana en estas páginas, sabéis de sobra lo que opino de las iglesias, en general, y de la católica en particular: me sobran todas, pero no me molesta ninguna.
Uno fue bautizado en la fe, estudió (¡es un decir!), en un colegio católico y, en el fondo de su corazón, cree que debe de existir algo que nos mueve como marionetas en este mundo traidor: se puede llamar Dios, Energía, Madre Naturaleza o cualquier otro nombre que le queráis poner. Uno, también, admite sin ningún rencor que haya gente que no cree en nada; es más, a veces, les doy toda la razón, porque de existir un poder superior, que todo lo ordena, es inaudito que permita que pasen tantas atrocidades en el mundo.
Todo este rollo macabeo viene a cuento de la muerte del Papa argentino, Francisco, y de toda la plasta que nos han dado todos los medios de comunicación a cuenta del acontecimiento. Primero: que se muera un señor de 88 tacos, con una salud por demás precaria, es la cosa más normal que puede suceder en la vida. Segundo: no soporto la manipulación que los medios han hecho de su óbito..., que si era progresista, qué sus ideas estaban en la línea de regenerar a la iglesia, etc, etc. Lo llamativo del tema es que toda la gente que lo defiende, a él y a sus ideas, se declara abiertamente atea, por lo que mi neurona, la que me queda fetén, tiene la picha hecha un lio. ¿Pero que carallo tienen que opinar de la religión y sus representantes los que no creen en ella e, incluso, la odian? ¿Qué pintan en su funeral una caterva de mandamases que no saben o que olvidan las enseñanzas de la iglesia sobre la Paz, por ejemplo? Porque no faltaba ninguno de los que intentan llevar al mundo a una hecatombe nuclear, que, de nuevo, manda carallo...
Francisco era un argentino, mayormente peronista, una ideología que es difícil de entender, porque «acoge en su seno» posturas que van desde la extrema izquierda (‘Montoneros’), a la extrema derecha (el gobierno de la segunda mujer del General, Isabel), y a veces son casi imposibles de distinguir.
Un hijo de Vegas, que tuvo que emigrar a ese país, me dijo que «son una plaga de langostas, una maldición bíblica»...; él, por supuesto, era Radical y no los podía ni ver.
Algún profesor universitario italiano, Loris Zanatta, va más allá y concluye, con datos a porrillo, que Bergoglio era un farsante...
Uno, la verdad, es que no hace mucho caso a los panegíricos de sus devotos y a las pullas de sus adversarios. Hace caso, como Dios manda, a su tío, por ejemplo, que opinaba que «este no es mi Papa». Y no vayáis a pensar que mi tío es un devoto de los que se flagelan, ni mucho menos: es un tipo ecuánime que blasfema cuándo toca y reza cuándo es menester..., o sea, un pecador de manual, un creyente de libro, de los que ha dado esta tierra toda la vida de Dios...
Sigo, no obstante, con el runrún en la oreja de oír opinar a Évole, a Monedero, a Iglesias, a Yolanda y a Sánchez, ateos confesos, sobre un tipo que les tendría que traer al pairo, porque, en conciencia, significaba todo lo que ellos odian, todo lo están dispuestos a destruir. ¡Y lo hacen alabándolo! Jesús, el iniciador de esta revolución que cambió el mundo para siempre, luchaba contra los ‘fariseos’, contra el poder absoluto de los mandaban en la sociedad en la que le tocó vivir.
Sus continuadores, los Papas, desde San Pedro hasta hoy, han hecho todo lo contrario, hasta convertirse en la muleta que afianza el poder terrenal, cueste lo que cueste. Francisco sólo ha sido uno más en esta deriva errónea de los mandamientos del Cristo. Todos ellos han olvidado aquella frase del Maestro que dijo una vez: «Al César lo que es del César..., a Dios lo que es de Dios». Francisco fue uno más en esta debacle que sólo busca el poder de hoy, el poder del César.
Lo que suceda a partir de ahora, la verdad es que a un servidor se la trae completamente floja, porque, por desgracia, todo va a seguir igual; no hay poder humano capaz de cambiar la tendencia suicida que el mundo ha tomado como norte, como camino que no tiene vuelta atrás. Ni la ONU, ni la Otan, ni la iglesia son capaces de imponer una cierta cordura en el devenir de la humanidad..., más bien, todo lo contrario.
Salud y anarquía.