31/12/2025
 Actualizado a 31/12/2025
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He estado toda mi vida oyendo contar a mi madre historias de cómo se hacía pan en distintas casas. La casa de su madre, en la casa de su abuela, en la casa de tal o cual tía.

Me ha costado trabajo entender por qué mi madre hablaba de casas cuando la materia era el pan y por qué hacía distingos entre unas y otras. Era como un mensaje subliminal con una información subyacente de aquella época, de aquellas mujeres, que no acababa de desencriptar y que ella transmitía en la confianza de que yo la entendiera puntualmente. 

Como si esto de saber hacer pan viniera de serie, tal el color de los ojos o una mancha que se perpetúa en la piel generación tras generación. 

Como si el pan que se hacía en cada casa no fuera el mismo pan y eso la obligara a mencionar la sabrosura del de esta casa, o del de aquella otra. Y ya rizando el rizo, como si  el pan que se hacía cada día no fuera el mismo pan aunque fuera la misma casa, aunque estuviera impregnado de la seña de identidad de cada autora.

Así que me lancé a la aventura de desentrañar este misterio y aprender a hacer pan me pareció el mejor camino para poder comprender. Los ingredientes son de una AUSTERIDAD espartana: agua, sal y harina. Desde el minuto cero en el que comienza el proceso, nos ponemos irremediablemente a merced de toda una serie de posibilidades que, combinadas según las leyes del universo, ofrecen tantos resultados que tienden al infinito y más allá.

Sal, harina y agua. Y el ingrediente mágico del que ninguna receta habla a las claras, seguramente sin intención; no se sabe si porque, como mi madre, da por hecho que ya todas entendemos que estamos hablando de hacer pan… no de pintar la mona ( obviedad casi ofensiva si no tuviéramos en cuenta la época en la que vivimos): El calor.

La estancia debe estar abrigada y sin corrientes, el agua templada, la masa madre activa en su huego que la hace crecer y desbordarse, regalarse por los márgenes del continente con una generosidad inaudita, impaciente, casi cantarina.

¡Ay! ¡Esperen! ¡Aún hay más! No tardé en descubrirlo. No solo es el CALOR, chispa de la vida y de todo este asunto, también la CALMA para amasar, acompañando el proceso de formación  del gluten: estirar y doblar. Es el ORDEN de la mezcla, si va la harina antes que la sal o el agua. Es la MEDIDA de los ingredientes. Y la TEMPLANZA con la que se aplica la fuerza para no desgasificar la masa. Es la PACIENCIA  que nos ayuda a RESPETAR los tiempos en los que culmina la maduración de cada etapa del proceso antes de dar paso al siguiente. Todo eso.

A la harina, al agua y a la sal les acompaña un universo de virtudes hasta llegar a ser, pan. Qué bien entiendo ahora a mi madre. Quién me iba a decir que el orden, la templanza, la paciencia, el respeto, la calma, la austeridad… dotan al sabor y la textura de un pan de matices diferentes. Su ausencia, su exceso, su amorosa medida.

De pronto, la respuesta está sobre la mesa, enfoscada de harina y con restos de masa madre… y cómo no, con otra pregunta, que es el gran síntoma de las buenas respuestas: ¿ En qué momento decidimos dejar de hacer nuestro propio pan? ¿En aras de qué mundo se puede renunciar a semejante ejercicio de cordura? Hoy es Nochevieja. Si hoy quisiéramos hacer un pan con las virtudes del año que dejamos atrás, sería un pan amargo, duro, seco y sobre todo triste. Eso pensando en que la sal, la harina y el agua no falten… aunque falte estrepitosamente la cordura necesaria. Para el año que viene por estas fechas, no hay motivos para pensar que vaya a ser de otra manera el pan que pudiésemos hacer. Quién sabe si, incluso, peor.

Así y todo les envío mis mejores deseos. Buenos deseos para este Nuevo Año. En este mundo de ilotas.
 

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