A palabras necias...

20/12/2025
 Actualizado a 20/12/2025
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Cada día rebusco entre estas y otras páginas el conocimiento necesario para forjarme una opinión. He creído encontrarla a veces en las opiniones de otros, dándome cuenta al final de que esa opinión no me la he formado yo. No sé si tiene menos mérito entonces, a sabiendas de que la identidad no la dicta únicamente la genética exclusiva de un individuo. Si uno es un poco el resto y el resto es un poco uno, ¿por qué me castigo pensando que mi opinión tiene que ser solo la mía y no un poco también la de los demás?

El peligro acontece cuando relegamos ese criterio propio al de todo el resto sin atravesar la antesala del otro hasta llegar, por el pasillo de la incertidumbre, hasta la sala del uno; como flotando en la superficie por miedo a rozar con los pies el fango al sumergirnos en la profundidad. Por eso, casi siempre lo más sencillo para escribir estas líneas es aferrarse a una vivencia de esas que laten en el sentir; que pulsan de forma instantánea las entrañas en un poco habitual asomo de lucidez.

El otro día me sucedió viendo un juego de niños que, pasado por un reglamento pétreo, hemos considerado llamar deporte. Un torpe comentarista hablaba constantemente de «derbi castellano-leonés» por tratarse de un partido entre un equipo de León y otro de Valladolid. No se centró mi inquietud en la segunda parte de la expresión –acostumbrados como estamos los leoneses a la omisión de la dichosa conjunción–, sino en la primera. Y es que, ignorando como ignoraba entonces la estricta definición de la todavía estricta RAE, me pareció un vituperio llamar «derbi» a un partido así. Pensé que cualquier día llamarán «derbi» a un Sevilla-Madrid por encontrarse en el mismo país; a una España-Argentina por tratarse del mismo planeta. Y, a pesar de mi error, concluí –opiné– que somos duchos en la costumbre de desvirtuar los términos; en manosearlos hasta concederles acepciones que nada tienen que ver con la original. A veces, con una lógica aplastante; otras, con una intención tácita de insultar a nuestro idioma. 

Si no que se lo digan a los familiares de los seis de Tabliza, que, esperando una resolución justa más de una década, se encontraron con una no-sentencia injusta de la Justicia escrita así: con mayúscula. Y en poco tiempo se resolvió lo del fiscal general ante una Justicia –ahora sí– rápida y firme –no sé si justa–, dando cuenta de que no sólo el término lo ha desvirtuado un poder que yo no escojo, sino que lo han hecho tan relativo en el plano temporal que ya no hay por dónde cogerlo. 

Ni qué decir de la libertad... A esa da miedo hasta mencionarla. La han dejado tan maltrecha que ya nada tiene que ver con la que encarnó la Pasionaria, aferrada mayor al brazo de Alberti, en esa imagen icónica de Marisa Flórez que yo, gracias a un par de sabios, vi por primera vez ayer. Quizá por eso a las palabras se las lleva el viento y, a palabras necias, oídos sordos, pero me parece que hoy escuchamos palabras que, según quien las diga, sería mejor no escuchar.

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