06/04/2025
 Actualizado a 06/04/2025
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Tantos años hablando de la mina en pasado, que me resulta difícil conjugarla en presente. Fue oír la noticia y buscar en el repertorio de Víctor Manuel esas canciones que él gime como nadie, por si la música ayudara a blanquear tanto negro. Solo consuela El abuelo Aitor, sentado en el quicio de la puerta con el pitillo apagado entre los labios, la boina calada y una vara nerviosa de avellano en la mano, recordando el olor de la pólvora mojada o el sabor del carbón mientras picaba. Solo él puede conjugarse en presente por llegar aquí, con la piel salpicada de puntos azules, galones del minero superviviente. Hoy toca coger pincel suave y trazar letras sin apenas rozarlas. Tocan aguja fina, hilos de seda y palabras niñas, como hacía mi padre, no vayan a hacer daño.

Nos contaba él, señalando con el dedo por la ventana como si el túnel estuviera al fondo, la historia que más nos gustaba. La del canario que los mineros bajaban a la mina para detectar gases. Y nosotros lo imaginábamos picando carbón con el canario más amarillo de todos cantando, posado en su hombro, hasta que alguien nos rompió el encanto, verificando la mitad de la historia y modificando la otra media. Si, había un responsable que entraba con un canario para comprobar la existencia, o no, de gases, antes de que entrasen los demás. Y durante el tajo, el pájaro cantaba hasta que su silencio repentino, o el cuerpecito desmayado, indicaban que había que salir corriendo. En fotos antiguas de minas extranjeras más avanzadas, puede verse una jaula de cristal similar a una pecera. Era el resucitador de canarios. En caso de ser víctima de los gases, se cerraba la jaula y se le insuflaba oxígeno. Con métodos tan simples salvaban la vida los mineros, antes de existir los detectores mecánicos. Pájaros de azúcar, los llamaban. 

Así nos pintaba la mina mi padre. Y siempre le creímos porque era experto en contar cuentos ahuyentadores de miedos. Nunca fuimos a ninguna, pero las conocíamos todas de tanto oírle mentarlas. Sabero, Santa Lucía, el Bierzo, Matallana, Laciana… protagonizaban sus relatos. A veces hablaba como tragándose las palabras adrede y solo le entendía mi madre, que miraba para el plato, sin probar bocado. Él nombraba uno de esos sitios, decía un número y la palabra grisú, mientras ella se santiguaba y abandonaba la mesa sorbiendo los mocos. Después, de espalda a todos, preguntaba que cuántos dejó fulanito y él, que la entendía, respondía que uno de ocho y otro de diez. Entonces se santiguaban los dos. 

Al día siguiente, mi padre se ponía la ropa de los domingos para ir a la mina y mi madre, el vestido negro, aunque quedase con nosotros. Cuando ya finges no entender ese código secreto de los padres, deseas que nadie tenga la tentación de explicarte lo que significa ‘los 14 de Casetas’ ‘los 4 de Santa Eulalia’ y los tantos de tantas partes. Qué sabio el argot de los mineros para hacer recuento del dolor y las pérdidas, uniendo un lugar y un número, dejando la palabra ‘muertos’ en el aire. Y casi siempre varios, porque eran racimos humanos y cuando uno caía, todos estaban en peligro, incluido el pájaro de azúcar. Sin querer, vuelvo a hablar en pasado porque cuesta asimilar que Jorge, Rubén, Amadeo, Iván y David se hayan convertido en ‘Los 5 de Cerredo’ esta misma semana, en condiciones que no corresponden a este siglo. 

Víctor Manuel sigue sonando y el desgarro de su voz demuestra que Planta 14 solo puede cantarse en pretérito. Lo que ya fue grabado en un pentagrama y convertido en música, ya solo es canción y en canción se queda. No puede haber sirenas de nuevo, estremeciendo los valles asturianos y leoneses, ni mujeres mordiendo pañuelos y tragando lamentos a la boca de un pozo, ni madres rumiando agonías en silencio, con los ojos resecos, ni huérfanos asustados por el llanto de la madre. No pueden resurgir de la canción los patronos con sombrero y autoridades formando corro a un lado de la plaza. No pueden saltar del pentagrama los mineros, para sentarse en el suelo llorando y renegando de Dios, mientras sacan a los compañeros muertos. Eso es música del pasado y a estas alturas, uno se niega a conjugar en presente lo ocurrido en la mina Cerredo. 

De nuevo la familia del carbón con la rabia y la impotencia bien atadas, hasta que ellos descansen, que tiempo habrá para todo. Cinco ataúdes son demasiada madera llevando muerte, demasiado dolor en comitiva, el de miles de personas acompañando a los mineros, sin suficiente aire en la provincia para tanta tragedia y llanto. Se mezclan juramentos en voz baja con rezos en voz alta. Los veteranos del oficio rumian lo que saben y no les salen las cuentas. Los sistemas de detección de gases funcionaron ¿? No se sabe si es afirmación o pregunta. Y se callan. 

Dicen que los picos leoneses, frente al pozo, estaban nevados y en las zarzas de la bocamina un pájaro amarillo lloraba por no haberlo evitado. O quizá era la multitud entonando Santa Bárbara bendita, esa canción en la que llora y nieva siempre.

 

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