No sabría decir a qué especie pertenecía. Su tamaño era demasiado grande para llamarlo polluelo y algo escaso para otorgarle el título de pájaro hecho y derecho. Apareció desvalido en mitad de la pista de asfalto del patio del instituto esta semana, durante un recreo. El aparecido chapoteaba en el aire dibujando desesperadas eses con histéricos movimientos de desamparo. Las hordas de chavales deseosos de novedad le rodearon. ¡Pobre pajarín!
Como alguien no interviniera, su futuro se adivinaba complicado... tantos ojos, manos y pies a su alrededor. Voces discordantes decidiendo cuál podría ser su mejor destino: «¡cógelo tío!», «¡espera que si lo coges con la mano la madre lo aborrece!» y algún graciosillo de turno aspirante a apuntarse al club de la comedia «¿y si nos lo comemos?».
Pero no había demasiada diferencia entre él y los ‘pájaros’ que lo acechaban. Ambas especies: adolescentes y él, presentaban un plumaje desigual a medio terminar a juego con sus bigotes incipientes, y quizá miedo a sentirse distinto y solo, o a descubrirse habiendo aterrizado en un lugar diferente de donde habían venido, tras abandonar la seguridad del nido materno, mientras cientos de monstruos grandes parloteaban a su alrededor en una lengua desconocida y tono amenazante.
O el temor a sufrir el envite de extraños exhibiendo sus alas, quizá desplegadas con excesiva anticipación, y buscando corrientes no siempre recomendables para emprender temprano vuelo.
No eran muy distintos, aunque sí la proporción de las dos partes, el polluelo explorador y los perseguidores que porfiaban por hacerse con el botín emplumado que torpe viraba de una dirección a otra luchando por zafarse de los depredadores. A ellos también les acechan: familias a menudo inestables que les llevan al límite de lo impensable a fuerza de golpes, desapego y toxicidad en los afectos…
Finalmente conseguí apresarle en el hueco de mi mano, temblaba temeroso. Pero cerca había un árbol en el que algún previsor había construido una casita de madera para albergar a alguien de su tamaño. Siempre hay alguien cercano que prevé las caídas y atenúa el golpe preparando anclajes para aplacar el golpe.
Un par de muchachos de piel canela ofrecieron ayuda: «yo trepo, profe, que soy alto». Y con la dulzura del que desea ayudar, aupó con ternura al pequeñín depositándole sobre el nido artificial. Era demasiado grande para entrar por el circulín de acceso. «Has salvado una vida, Moha», y el muchacho exhibió una rotunda sonrisa de alivio.
Miré hacia el patio. Y le pedí al cielo que pudiéramos salvarlos a todos, y a nosotros mismos de cualquier caída.
No hay muchos nidos seguros…