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Otro fin del mundo

14/03/2024
 Actualizado a 14/03/2024
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Andan un par de amigos convencidos de que está cerca el desastre. Dedican algún tiempo, el poco que permiten las urgencias de diario porque primero está la contundencia del hoy que la expectativa de un mañana, a prepararse para la hecatombe. Ante este nuevo apocalipsis no les ha dado por acumular papel higiénico pero sí que escudriñan sus casas de pueblo para encontrar los muros más anchos que puedan ofrecer futuro. Allí abajo, los refugios deben ser subterráneos por si hay ataque nuclear, quieren tener un pozo de balde con cuerda y energía solar porque están seguros que este final empezará a oscuras y sedientos. También compran estanterías para hacer acopio de conservas y les gustaría tener un par de gallinas y un huerto pequeño para garantizarse el alimento.

A lo largo de nuestra historia el mundo se acabó ya varias veces. Con el ocaso de imperios, descubrimientos, guerras mundiales, pandemias o cataclismos económicos. Estos amigos, bastante leídos, dicen haber encontrado señales en párrafos de Zweig, Hemingway, Lorca o Chaves Nogales de los años y meses previos a sus guerras. Tambores bélicos internacionales a los que suman la amenaza climática, millonarios que gastan en búnkeres, la degeneración política interna y una sociedad anestesiada en la mediocridad del instante. 

Les escucho con atención esperando que se equivoquen al menos tanto como el Nostradamus de los periódicos. Aguardo con la preocupación contenida de quien habita en esa jaula del progreso llamada ciudad. Las ciudades son para tiempos de paz. Vivo en un piso alto sin paredes con siglos que amortigüen bombas. Todo eléctrico, hasta el mecanismo que sube el agua, y sin siquiera una terraza donde criar las dos gallinas. Si guardo tres latas duran una semana por no bajar a la compra. Mi propiedad bajo tierra es un minúsculo trastero tan abarrotado de pasado inservible que no alcanza a abrirse del todo la puerta. Si el único futuro es rural no deja de ser una genial broma macabra. 

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