19/06/2016
 Actualizado a 10/09/2019
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Uno de los poemas más hermosos que conozco es la tercera elegía de las Tristes de Ovidio que el poeta escribió ya en Tomi, hoy Constanza, en Rumanía, adonde le llevó el destierro al que le condenó el puritano Octavio Augusto. En la soledad extrema del frío Ponto Euxino, donde habría de morir nueve años después, recordó el doloroso momento en que salió de la ciudad de Roma sin saber entonces que no volvería a ella. Ovidio, al que los dioses le habían regalado el don de la poesía y que poseía una extraordinaria facilidad para versificar («cuanto intentaba decir me salía en verso», escribió), plasmó la tristeza del discurrir de aquella última noche en la que el castigo se aproximaba con el alba. El cantor de los tiernos amores no pudo evitar describir lo que no quería olvidar: el cielo estrellado de Roma que la luna, guiando los caballos de la noche, alumbraba con su luz cuando ya las voces de los hombres y el ladrido de los perros habían callado. Y aquella noche, contemplada en su integridad hasta que la Osa Mayor completó una vuelta sobre su eje y Lucifer, la estrella matutina portadora de la luz, apareció en el firmamento, fue, en realidad, la forma que Ovidio encontró para ver Roma cada vez que mirase al cielo donde quiera que estuviese. Por eso, siempre que vuelvo a Roma, no olvido mirar al cielo y recordar a Ovidio. Todavía hay lugares en la ciudad, poco iluminada, en los que es posible encontrarse con las estrellas y la luna. Y me pregunto, como intuyo que él hizo aquella noche, si volveré alguna vez. Anoche, contemplando el cielo capitaneado por una luna a punto de llenarse otra vez, pensé en la apacible sensación que se obtiene saboreando el silencio sonoro y la soledad, aunque sea compartida, de la noche. También en lo difícil que es algunas veces encontrar un pedazo de cielo que disfrutar. Musitando en voz baja la elegía de Ovidio, comencé a hacer mi lista de deseos para las noches en que lluevan las fugaces de las Boótidas. En ella está poder ver siempre la luna y contar las estrellas del firmamento. Porque a veces lo simple no resulta fácil. Y casi siempre lo simple es un deseo universal.
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