No dejo de oír los helicópteros sobrevolando mi pueblo cada mañana y, a partir de ese momento, a lo largo del día. Da lo mismo con qué talante encienda el ordenador para empezar la jornada de teletrabajo porque cuando los oigo, la reflexión es inevitable: «No somos nada». Nunca esta frase de tres palabras fue tan real. Parece que en mis genes se han descodificado los mecanismos de alerta, y abandonada a la suerte del ser inútil que soy, cruzo los dedos para que no aparezca esa estela roja infernal sobre la colina que le da paisaje a mi ventana.
¿Qué puedo hacer yo? Me repito una y otra vez, y lo más importante. Qué estuvo en mi mano hacer para evitar todo esto… qué no hice, qué pasé por alto.
Mucho hemos aprendido sobre el fuego en estos últimos días. Cosas que nos parecían inverosímiles fuera de un contexto de ciencia ficción han ido tomando cuerpo, construyendo una realidad aterradora. Quizá, si el Estado no se hubiese visto sometido desde hace años a su descomposición por parte del gran capital, y a la desidia de unos gobernantes mezquinos y zafios, esta desgracia no hubiese sido tanta desgracia.
Ha quedado patente que nuestros montes, nuestros pueblos, nuestras estelas familiares, nuestras casas, nuestras vidas no le importan a nadie. Si acaso lo que te compete alterase la cuenta de resultados de algún ilustre miembro del Club Bilderberg, podrías tener alguna posibilidad. Pero no estás en ese lado del espejo. Somos pura carne de cañón.
Cuando se produjo en España el gran éxodo rural, yo aún era muy niña. Transcurrían los años 60 y 70. Detrás de un montón de razones que daban argumento al vaciado de las zonas rurales, apuntaba la de la búsqueda de mejores oportunidades económicas. Pero este argumento no estaba investido de la naturalidad a la que te conducen la secuencia lógica de los acontecimientos. Se construyó a fuerza de cerrarles los mercados. A fuerza de marearles, mandándoles sembrar esto y arrancar lo otro para que luego lo tuvieran que malvender y, en el peor de los casos, dejar pudrir sobre la tierra. Los preferían en otro sitio y así se lo hicieron saber.
De aquella se hablaba poco del cambio climático. Mis abuelos aguantaron aferrados a su economía de subsistencia, pero sus cuatro hijos salieron del pueblo como casi todos los demás, buscando mejores oportunidades económicas, porque las que allí había alguien se las había robado.
Les dio un resultado bárbaro. Vaciaron la España rural. Todos a las ciudades donde somos más manejables, más predecibles, donde el instinto se adormece y somos más domesticables. Nos enseñaron a sacarle partido al asfalto como quien saca provecho al hambre, a vivir a lo alto en vez de a lo ancho, a los centros comerciales. Les consentimos que nos robaran los matices de las pupilas, de la pituitaria, de las palmas de las manos. Nos instalamos en el gris sin rechistar. Les hemos dejado que campen por nuestra vida y que nos llenen las carteras de monedas falsas, mientras ellos se comen nuestro pan, se beben nuestro vino y esclavizan a nuestros hijos e hijas a fuerza de plazos.
Redescubrir lo que supone tener un palmo de tierra y habitarla en todos los sentidos. Asumir que elegir entre lo malo y lo peor no es elegir.
La realidad del cambio climático les acompaña divinamente; hay que reconocer que, a la hora de optimizar la penuria, no hay quien les gane.
Ahora más o menos me puedo imaginar cómo puede ser el fin. Ese fin a gran escala del que nadie podrá estar exento, por muy de un club selecto que se sea. Cuando la tierra y el aire, el agua y el fuego nos den la espalda, cansados de tanta estulticia, nos pillará a todos por igual.
Mientras eso llega y no, nos vemos en el infierno.