Días atrás bajaba por la Cuesta de Moyano cuando me topé con la escultura de Pío Baroja que no veía desde hacía tiempo. Algo hizo clic dentro de mí. Por unos instantes añoré el libro ‘La Busca’ que había leído cuando era estudiante de COU, y de la mano de su protagonista indiscutible, Manuel Alcázar, volví a transitar por las corralas y los bajos fondos de un Madrid que ya no existe. Pero por esas conexiones involuntarias del pensamiento, sentí sobre todo un vivo pesar por todos los libros que estoy perdiendo de leer debido a la atención prestada al mundo virtual, esa telaraña adictiva que poco o nada positivo me devuelve.
Mientras el aire frío me sacudía el rostro y las conversaciones de viandantes anónimos se sucedían a mi paso apresurado, vinieron a mi cabeza, como en una sucesión de imágenes en blanco y negro, pequeños gestos olvidados como escoger lentejas sobre la mesa de formica -yeros y piedritas a un lado, legumbre a otro-, que con el dorso de la mano volcaba en un plato de acero esmaltado; hilvanar, puntada a puntada, dos trozos simétricos de tela; leer un libro con un lápiz al lado para subrayar y tomar notas en los márgenes o, simplemente pasear, como estaba haciendo, sin más cometido, pero también sin menos, que el de sentir, inmersa en la caída de una tarde de casi invierno, la vida real y verdadera.
Lo virtual se ha ido adueñando de nuestra atención. Y nosotros hemos dejado que se adueñara de ella como si nada. Pero no es como si nada. Es grave y es el mal de este mundo frágil, ansioso, no lineal e incomprensible –calificado por el antropólogo Jamais Cascio como mundo BANI– que nos está tocando vivir.
Se hace necesario y urgente poner el foco en la atención humilde y desprejuiciada de la que hablaba la filósofa francesa Simone Weil, una atención que consiste en suspender el pensamiento, en dejarlo disponible y permeable al objeto, que nos invita a reflexionar, a preguntarnos cosas, a ser críticos con el mundo que nos rodea. Su cultivo y cuidado nos hace bien a todos, pero sobre todo hace bien a la población más joven, cuya personalidad se está formando. Ahí padres y docentes tienen un gran reto.
Prestar atención es además para Weil la forma más pura de generosidad, pues a través de una presencia mental activa que trasciende el yo y nos conecta con el otro, estamos ofreciendo lo más preciado que tenemos: el tiempo.
Inoculada yo también por el virus de lo virtual, no soy optimista ni ingenua ni inocente. Y me pregunto si seremos capaces de despertar, de quitarnos la venda, de mirarnos directamente a los ojos, como se hacía cuando no había filtros ni pantallas. De mirarnos y ver.