08/02/2024
 Actualizado a 08/02/2024
Guardar

Desde hace unos años padezco de insomnio, lo cual implica que además de no dormir por las noches, durante el día voy dando cabezadas tratando de no dormirme para evitar desguazar el ritmo circadiano que, en mi caso, es lo más cercano a un twist. 

Tener insomnio parece algo estrictamente biológico y para los muy jóvenes suena como a galaxia lejana o al nombre de un tío segundo del más allá, pero los que no dormimos sabemos que cuando cae el sol y, sobre todo, cuando los demás duermen, es cuando aparecen los fantasmas. Decir que las noches son simplemente espectrales sería faltar a la belleza de esas noches de fiesta, que también las hay, así que sería más correcto decir que las noches tienen un doble filo que se va haciendo más patente según cumplimos años. 

Mi abuela tomaba Orfidal para dormir, iba siempre con sus pastillas a cuestas y el temor a develarse. Por las mañanas tardaba en despejarse la modorra y la recuerdo arrastrando las palabras hasta que terminaba su primer café. Un día, supongo que, porque ya me consideró lo bastante adulta como para escuchar sus temores profundos, me contó que era por las noches cuando más se acordaba del abuelo y de los amigos que ya no vivían. – No me gusta la oscuridad –dijo, pero es que tengo miedo a morir y que me dejen ahí sola, a oscuras. 

No supe qué decir. La imagen era tan extraña que sólo pude darle la mano y apretársela fuerte. Después, aquella conversación quedó dormida en alguna parte de mi memoria y pasaron años hasta que me di cuenta de que ese miedo que la perseguía a ella había entrado a formar parte de mis fobias. Empecé a dormir con la luz encendida y a plantearme por qué en el imaginario colectivo los fantasmas siempre aparecen de noche, como invocados por la soledad y el silencio. 

Pienso en mi abuela y entiendo que esa oscuridad en la que no se atisban los límites, ese vacío en el que no percibimos plenamente nuestro cuerpo ni nuestro entorno, es como un retorno al útero o a un espacio de transición radical. Es el río de Caronte, es un espejo de aumento que inquiere si estás viviendo bien o si el miedo y la culpa lo devoran todo. 

La oscuridad no hace excepciones, «nos vamos desnudos como los hijos de la mar». Esto también lo decía mi abuela, lo repetía como un mantra, como un recordatorio de aquellas cosas por las que no merecía la pena perder la paz en esta vida.

De un tiempo para acá hay días en que tengo la impresión de que aquellos que ya no están y a los que he querido tanto, siguen cerca. Desde que me di cuenta de la finísima línea entre lo visible y lo invisible, he comenzado a apagar la luz durante unos segundos cada noche. Unos minutos diarios de viaje interior han sido suficientes para saber que puedo abrazar esa oscuridad que alberga todos los miedos y para entender las palabras de Neruda «Si cada día cae dentro de cada noche, existe un pozo donde la claridad está aprisionada. Necesitamos sentarnos en el pozo de la oscuridad y pescar la luz caída con paciencia».

Lo más leído