Cristina flantains

Que no te deje ignorarlos

15/01/2025
 Actualizado a 15/01/2025
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Los poemas escritos por novelistas, que no por poetas, tienen un algo de aspereza que no emana de la forma, si no del fondo. El escritor de novelas, atrapado por su oficio, dota a las pocas palabras del verso de la complejidad de una historia articulada en la que lo primero que al lector le choca es el orden escrupuloso de la secuencia temporal. El tiempo, que para los líricos es una fuente inagotable de inspiración, para los narradores es una mera herramienta sobre la que modular un «algo».

Fíjense en estos versos de Juan Goytisolo, de su poema Cenizas: 

Al admirar tu cuerpo, /recio el calzón de los membrudos,/ lamento mi extravío/ en la ficción del tiempo./ Imposible acogerse/ al pecho hircino/ y al vigor de tus brazos./El abismo de un siglo nos separa./Mas tu borrosa estampa,/al hilo de los años,/impugna/lo efímero mezquino/y me concede,/don del espejismo,/tu plenitud recobrada.

Este poema es un pequeño, gran juego de abalorios, que refleja, con precisión de relojero, algo que Juan, otro día tal vez, convertiría en un capítulo de 30 páginas de una novela o, quién sabe si en una novela entera. Sin embargo, el poeta habría «narrado» un sentimiento que se podría traducir en mil historias y todas diferentes. No una sola. Esa es la magia y la diferencia.

Desde hace un tiempo a esta parte, cuando algo de Juan Goytisolo se me cruza en el camino, como este poema, antes de empezar a entretenerme con su manera de contar, me viene el recuerdo de Mona Achache, su nieta. Cuando Mona era niña, pasaba largas temporadas en la casa de Marrakech de su abuelo y por las noches la pareja de Juan, Amir, se colaba en su dormitorio para abusar de la niña. Cuando Mona recurrió a su abuelo buscando su ayuda, este le dijo que era mejor que callara, silenciando así aquel asunto.

Hace poco nos hemos enterado de algo muy parecido con una de las hijas de Alice Munro, Andrea. De esta niña abusaba su padrastro. Alice y el padre de Andrea lo supieron y ambos callaron y la hicieron callar en aras del orden familiar.

Cómo volver una y otra vez a Juan Goytisolo, a Alice Munro o a Jean Genet, a Lewis Carroll… sin tropezar en su crueldad, en su cobardía.

Cómo no buscar entre sus líneas por qué, una y mil veces. 

Cómo no sentirse horriblemente cómplice de la bestia al final de la lectura, cuando concluyes que, verdaderamente, te ha encantado. 

Como no sentirse culpable de no haber sabido desenmascarar, entre líneas, a ese ser tan despiadado. 

Cómo no renunciar a su maravilloso trabajo, porque sencillamente, no se merecen la admiración de nadie.

Cierras el libro y piensas que por lo menos lo sabes. Asumes que admiras y disfrutas del trabajo de una pandilla de auténticos depravados. Das las gracias a lo que sea, porque no te haya dejado ser inocente ante tales barbaridades y te haya dejado saber delante de quién estas. Porque ya no tienes edad de ser inocente y todo lo que pasa a tu alrededor te incumbe, te guste o no. 

Y levantas la vista echándola por la ventana lejos, muy lejos, todo lo lejos que puedes y piensas en todas las Alices, en las Gisseles, en los Juanes, en las Monas, en los Samueles, que quizá viven en tu mismo bloque y por los que tú no mueves ni un dedo, quizá, ni siquiera puedes moverlo. 

Y pides a tu dios, o a lo que sea que reces, que no te deje ignorarlos. Que no te deje ignorarlos ni un solo día. Que no quieres ser inocente, que asumes tu parte, la que sea, la que te toque.

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