No nos queda ni el frío

El papel lo aguanta todo y la teoría facilita que no haya que recurrir a cazas pilotados por soldados españoles en Bulgaria para especular sobre las posiciones seculares de realistas e idealistas. Basta con echar un ojo a las gradas del Reino de León, donde la afición da claros ejemplos de su militancia en el idealismo, como probó ayer el compañero Jesús Coca, que recurrió en su crónica del partido del sábado a la cita de José Saramago: «Sí, soy pesimista, pero yo no tengo la culpa de que la realidad sea la que es». El análisis se puede hacer extensivo al resto de la población leonesa —tal vez libren los aficionados de la Ponferradina—, espectadora de la marcha decadente de esta provincia, a la que ya no le queda ni el frío, porque hasta en estos registros de hostilidad climática ha sido relegada a la tercera plaza por Palencia y Burgos, compañeras del Camino de Santiago.

Es una cuestión relevante porque nada modela más el carácter de un pueblo que el clima, seguido de su posición geográfica. Lo corrobora el interés de los lectores de la edición digital por las noticias de nieve o de heladas con chupiteles y regueros congelados, las cencelladas ya son fuegos artificiales. Pero la puñalada de Aemet —sin lirismo alguno, estadística, científica, a sangre fría—despoja al leonés de una bandera más, de un sentimiento que se filtra suavemente por la epidermis hasta alojarse en el tuétano y contaminar el carácter. Ya no queda ese consuelo de la resistencia en lo más inhóspito, de la superior adaptación a un medio cruel como ninguno. Ahora se puede decir que sí, que bueno, que también es muy duro, pero que donde hace frío de verdad es en Palencia y en Burgos —ambas más al sur, aunque Burgos con casi 30 metros más de altitud—. Esto sin contar que hace poco más de un año, Filomena se apoderó de prácticamente toda España sin rozar siquiera a León.

Turno para los realistas y su ácido cinismo, que miran el cielo –o al termómetro– y sentencian que «si fuera bueno, no caía aquí».