Un lema incontestable. Nadie en su sano juicio diría lo contrario, como nadie rechazaría la paz mundial, una vivienda para todos o la felicidad infantil. El problema no está en la consigna, sino en lo que ocurre cuando convertimos la política en un concurso de frases fáciles sin detenernos en lo que hay detrás. Circunstancias económicas, realidades geopolíticas, intereses sociales o simples limitaciones materiales.
El conflicto de Gaza lo ha puesto de nuevo en evidencia. La izquierda española ha encontrado en él la pancarta perfecta: Israel es genocida, Palestina la víctima, y todo lo demás, sobra. Sencillo, rotundo, eficaz. Cualquiera que intente matizar queda automáticamente estigmatizado como cómplice. Explicar que Hamás no es precisamente una ONG, que existe un alto porcentaje de israelíes y de gazatíes que no están alineados con sus propios gobiernos o que en una guerra no hay verdades absolutas, exige tiempo y argumentos. Y en un debate público colonizado por eslóganes, el que tiene que explicar, pierde antes de empezar.
La centroderecha carga además con una mochila incómoda. La de querer ser una cosa, parecer otra y terminar llena de contradicciones. El intento de sonar socialdemócrata, moderado, empático, choca con la realidad de que el votante ya tiene esa mercancía en la izquierda, con más pegada y mejor marketing. El resultado es un discurso tibio, a la defensiva, condenado a vivir a rebufo del marco ajeno y la opinión publicada (que no pública).
Quizá la alternativa pase por recuperar una voz más clara, más liberal en el sentido amplio de la palabra: la defensa del individuo, de sus libertades fundamentales, de esa Declaración de Derechos Humanos que no habla de eslóganes sino de principios, pero con un enfoque reflexivo maduro. Un relato sin complejos que recuerde que la libertad exige responsabilidad, y que no todo cabe en una pancarta.
Todos queremos la paz mundial. Pero el mundo no se arregla con deseos. Hay que mirar las realidades. Desde la geopolítica hasta la economía, desde la seguridad hasta la convivencia social. Lo mismo ocurre con la vivienda gratuita o unas vacaciones paradisíacas universales. Suenan bien, pero cuando alguien pregunta quién paga la factura, el eslogan se desinfla.
La política actual vive instalada en esa contradicción. Se recompensa al que grita lo evidente y se castiga al que intenta explicar lo complejo. El problema para la centroderecha no es sólo que suele llegar tarde al relato, sino que ha renunciado a construir el suyo propio. Y sin relato propio, cualquier consigna del adversario se convierte en dogma.
“No a la guerra” funciona porque nadie lo discute. Pero gobernar, decidir, posicionarse en un mundo hostil y lleno de dilemas, exige algo más que cuatro palabras. Ese es el reto. Demostrar que la política no puede reducirse a frases de pancarta, fomentar el espíritu crítico y enseñar desde la más tierna infancia que cualquier acción tiene consecuencias políticas, sociales o económicas. Nada sale gratis.