Cecilia tiene seis años, un vestido rojo y un lazo blanco en el pelo. También tiene una guerra que va jugando a su manera y una especie de mantra mágico sin mucho sentido, que su madre repite para espantar el miedo. Es ella, ya adulta, la narradora de ‘La noche de San Lorenzo’, que va contando en ‘flashback’ a su hijo, un bebé acostado plácidamente sobre la cama. Y te aferras a esa niña desde la primera escena porque ya la sabes superviviente.
Ella fue la protagonista esta semana, del cine fórum en el Centro Cívico del Crucero. Resultará extraño decir, con la que está cayendo, que has disfrutado con una película de guerra, de abandono de tu casa antes de ser bombardeada, para ir en busca de los aliados que vienen a salvarte. Y hoy, quizá resulte más extraño todavía que esos aliados sean americanos. Se destiñe la tragedia cuando es contada desde la ternura, desde la mirada blanca de una niña con lazo y enmarcada en los amables paisajes de la Toscana, en la noche más bonita del año, con las lágrimas de San Lorenzo cayendo sobre los trigales y los campos. Y también sobre el bosque en el que se refugian los partisanos, vestidos de invierno y noche, mimetizados con la oscuridad que, mientras oyen a lo lejos el bombardeo sobre sus hogares, se van viendo fugazmente manos soltando llaves, que hasta entonces apretaban con fuerza. La caída de esas llaves de hierro, grandes y fuertes, que custodiaban casas, vidas y pasados se ha filmado de forma tan bonita, que casi lava la tragedia de su significado. Los que sabían derribados sus techos, no vieron la lluvia de perseidas sobre ellos, ni sintieron nada que no fuera pánico porque acababa de caerse el pasado. Pero Cecilia, la niña del vestido rojo, sí vio la lluvia de estrellas porque aún no cabía la tragedia en su cerebro. Nada que no veamos a diario en los informativos, donde el bosque son esqueletos de edificios, la tierra es cemento, las amapolas se resisten porque la primavera lleva tiempo sin pasar por Gaza y los gazatíes carecen del pan que los partisanos tuvieron, porque el trigo no arraiga en los escombros. El pan. Ese alimento tan simbólico que aparece en `La noche de San Lorenzo´. Una hogaza cortada a girones y comida mientras corren a esconderse, convertida en banquete de los seis asistentes a una boda. El pan que los que decidieron quedarse, comparten en la iglesia, desmigado en trocitos para que el obispo lo bendiga y pudan comulgar todos. Y el pan aún agarrado a la tierra, con el grupo de huidos ayudando a los partisanos a cosechar el trigo, cerca del bosque, garantizando escondite cuando los aviones sobrevuelan sobre ellos.
No aparecen campos de batalla, trincheras, ni tanques. Solo el absurdo de la guerra en tierra de paz, donde la mayoría no saben el motivo. Guerras fraternales entre los que crecieron juntos, organizadas por alguien que no conocen. Salen de casa sin pertenecer a ningún bando y regresan siendo enemigos de sí mismos porque, de tanto rodar para salvarse, al ponerse de pie no sabían hacia qué lado miraban. Cecilia y su vestido rojo viven en una parodia, una tragedia, un drama imposible de entender en aquel momento. Lo vería siendo ya madre, al contarle a su hijo esa escena que expresa de forma magistral lo ridículo de la guerra, en la que caen abatidas dos personas de distinto bando, en el mismo sitio. Dos compañeros de cada herido acuden a socorrerlo, formando un grupo de seis. Solo cuando uno pide agua y otro le pasa la cantimplora se dan cuenta de que son enemigos y se ponen a luchar. Hasta ese momento solo eran humanos. Uno necesitaba agua y otro la tenía. La hubiesen compartido de no ver la ropa que los convertía en enemigos. Eso es el absurdo de la guerra. El color de una camisa.
Me quedo con esa especie de poesía, conjuro o lo que sea, que va rodando de madre a hija y Cecilia, ya adulta, recita a su niño. Me quedo con el pan compartido y la cantimplora de agua que iba a serlo, hasta que una camisa negra convirtió al sediento en enemigo. Me quedo con la infancia de Cecilia y los aspavientos con los que hizo jugar a un soldado americano. Y con el beso de dos ancianos. Me quedo con las manos y las llaves. Con todas.
Porque hoy se celebra el Día Internacional del Beso y estamos saturados de guerras, quería llegar a este punto para rematar la columna. Aunque no aparezca en los listados de los mejores besos cinematográficos, me quedo con el que se dan Galvano y Concetta, ya metidos en el invierno de la vida, que te reconcilia hasta con la guerra, causante de que pasaran una noche juntos, iniciada con un beso, delatando una historia de esas que se guardan en secreto desde la infancia. Me quedo con ellos, con la llave que Galvano echó en una humilde alcoba, de una humilde casa, regresando de la guerra.
Y me quedo con su tímida mano pretendiendo apagar la vela, intentando ocultar la vejez de sus cuerpos. Pero, sobre todo, me quedo con la mano de Concetta impidiéndole hacerlo, para poder contemplar la belleza de sus años.